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La asombrosa diferencia entre logro y realización

Ahora que soy padre, he visto surgir en mis propios hijos la satisfacción pura de la realización, de una pasión particular que se persigue con ahínco. Sin embargo, también he visto cómo las escuelas bienintencionadas a las que asistían los desalentaban activamente: hace más de una década, mi hijo Luke, que entonces tenía 12 años y estaba obsesionado con los trucos de cartas de Dai Vernon y siempre tenía una baraja en las manos, descubrió que las muchas horas que había pasado aprendiendo el cambio de color Erdnase no eran un acto necesariamente recompensado en el octavo grado. Luché mucho por él para que no tuviera tanta tarea —una lucha que llegó a la primera plana de este periódico— justo porque la tarea no le dejaba tiempo para su magia.

Tal vez haya sido ingenuo de mi parte, pero, sin duda, no estaba del todo equivocado: los pasos que ha dado en la vida y que con el tiempo lo han llevado a cursar estudios de posgrado en filosofía comenzaron en la búsqueda de esas ilusiones. Puede que la concentración y la sutileza mental necesarias para dominar los rompecabezas de las parábolas gnómicas de Wittgenstein radiquen más en el arte de “hacer girar los ases” que en sacar dieces. La realización autónoma, por absurda o parcial que parezca, puede convertirse en la base de nuestra autoestima y nuestro sentido de la posibilidad. Al perdernos en una acción que lo absorbe todo, nos convertimos en nosotros mismos.

Sé que esta visión es motivo de objeciones: en algún momento, toda realización, aunque sea autónoma, tiene que profesionalizarse, volverse lucrativa, real. No podemos jugar con cartas, o tocar acordes, para siempre. Y no hay duda de que muchas de las cosas que les pedimos lograr a nuestros hijos pueden conducir al autodescubrimiento; si se les enseña bien, pueden aprender a amar cosas nuevas e inesperadas por sí mismas. El truco puede estar en la enseñanza. Alison Gopnik, mi hermana, psicóloga del desarrollo y escritora, lo explica muy bien: si les enseñáramos a nuestros hijos a jugar sóftbol como les enseñamos ciencias, odiarían el softball tanto como odian las ciencias; pero si les enseñáramos ciencias como les enseñamos sóftbol, mediante la práctica y la inmersión, podrían amar ambas cosas.

Otra objeción es que la realización es solo el nombre que la gente de buena fortuna le da a cosas que tienen el privilegio de hacer, pasiones que han podido cultivar solo gracias a sus logros. Pero, de manera inconsciente, esto equivale a aceptar exactamente la distinción entre las tareas mayores y menores, significativas e insignificantes, que la coerción social —lo que solíamos llamar, de manera pintoresca, pero no equivocada, “el sistema”— siempre ha estado ahí para perpetuar.

La consecución de una tarea difícil, si se persevera en ella con obstinación y pasión a cualquier edad, aunque sea por poco tiempo, genera una especie de opiáceo cognitivo que no tiene comparación. Hay muchas drogas que ingerimos o nos inyectamos en las venas; esta es una droga que producimos en el cerebro y con buenos efectos. El aficionado o jubilado que toma un curso de batik o yoga, al que los triunfadores podrían tratar con condescendencia, tiene un combustible imparable en sus manos. De hecho, la bella paradoja es que intentar hacer cosas que no hacemos bien puede producir una sensación de ensimismamiento, que es todo lo que es la felicidad, mientras que persistir en las que ya hacemos bien no lo hace.

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