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La compleja vida conyugal de una terapeuta de parejas

Decidí comprar un cachorro. Para prepararme, hice una hoja de cálculo con las características que buscaba: que no soltara pelo, que fuera amistoso, que paseara alegre y que babeara lo mínimo posible. Hablé con amigos amantes de los perros, investigué sobre adiestradores y leí Dog Training Revolution: The Complete Guide to Raising the Perfect Pet with Love, de Zak George.

Lo que no hice fue consultarlo con mi marido. A mi esposo le gustan los perros, pero durante los más de 20 años que llevamos juntos ha insistido mucho en que no había forma de que un perro encajara en nuestro departamento, nuestra familia o nuestras vidas. Ya teníamos dos hijos y un gato (todas ideas mías también), y en su opinión, ya habíamos superado nuestra máxima capacidad.

Sabía que la conversación era inevitable; no podía simplemente presentarme un día con un perro. Pero seguí posponiéndola. Soy alérgica a los conflictos con mi marido e intento convencerme de que no quiero lo que quiero para no tener que discutir mis deseos con él. Cuando eso deja de funcionar, me invade el resentimiento y me quejo, en silencio, de la injusticia de estar en una relación en la que alguien tiene poder de veto sobre las decisiones importantes de mi vida. Al final, caigo en una desesperación silenciosa: mi marido y yo somos incompatibles, me digo, pero lo amo, así que ¿qué puedo hacer? ¿Divorciarme?

La forma en que evito los conflictos en mi matrimonio sorprendería a muchas personas de mi vida, sobre todo a mis clientes. Al fin y al cabo, soy terapeuta de parejas.

Sesión tras sesión, animo a mis clientes a decir lo que necesiten decir. Les explico que se puede ser directo y conciso sin dejar de ser empático. Decir lo que uno quiere o siente no es atacar ni ser mezquino. A veces, a la otra persona no le gustará lo que dices y no pasa nada; forma parte de una relación.

“Existe el conflicto sano”, les digo. “Ejercer presión en las relaciones es la forma en que se profundizan y crecen. Si no compartes lo que te pasa por dentro, tu pareja no te conocerá de manera plena y no tendrás la intimidad emocional que anhelas”.

Los clientes me buscan específicamente por mi trato directo. Mis amigos, y a veces los amigos de mis amigos, me piden consejo sobre cómo decir cosas difíciles y cómo iniciar conversaciones dolorosas. Anotan lo que les sugiero y utilizan esas palabras de forma textual. Me dicen: “Eres muy buena en esto”. Y, para otras personas, lo soy.

He animado a mucha gente —los que evitan las emociones, los que siempre buscan agradar a los demás, los adversos al conflicto (en otras palabras, gente como yo)— a pecar por exceso al hablar. Las mujeres, sobre todo, dicen que les gustaría expresarse y darse a conocer, pero no quieren que nadie piense que están “siendo difíciles”.

“¿Por qué no?”, digo yo. “¿Qué tiene de malo ser difícil?”.

Sin embargo, en mi propio matrimonio, no estaba siendo difícil del modo en que abogo por mis clientes. Estaba siendo difícil de una forma mucho más corrosiva. Reservada y resentida, dejé de hablar con mi marido de lo que me pasaba más allá de lo estrictamente necesario. Había muchas otras cosas de las que hablar —nuestros hijos adolescentes, su trabajo, las noticias—, pero había dejado de compartir cosas sobre mí.

Él no parecía darse cuenta. La intimidad emocional que antes compartíamos había desaparecido de nuestra relación. Y a medida que lo hacía, me sentía cada vez más aislada. Había preparado mi defensa contra él en mi cabeza (algo que desaconsejo a mis clientes), diciéndome que él era la persona incapaz de acercarse, que él era el emocionalmente tacaño y que él no tenía ningún interés en mí más allá del papel de ayudante que desempeñaba en su vida. Nuestra vida juntos era armoniosa y cálida por fuera, pero por dentro me sentía sola y resentida.

¿Por qué podía ayudar a otras personas de la misma manera en que yo necesitaba ayuda? Si alguien —ya ni hablar de mis clientes, ni de mis amigos— supiera lo poco que me hacía valer en mi matrimonio, me avergonzaría.

A decir verdad, si llevara la cuenta de quién de los dos tuvo más influencia en nuestras decisiones importantes, quizá saldríamos empatados. Seguimos viviendo en Brooklyn porque él quiere, pero tenemos un segundo hijo porque yo quise. En cualquier caso, lo veo como un pedazo de granito, inamovible e inflexible, mientras que yo me veo como el agua, que necesita rodearlo para conseguir lo que quiero, deslizándome por grietas y fisuras para evitar problemas.

Inevitablemente, sin embargo, tendremos que tener una conversación difícil. Una conversación sobre tener un perro, por ejemplo.

Finalmente, una noche que salimos a cenar sin nuestros hijos, respiré hondo y le dije: “Quiero hablarte de algo, y sé que no te va a gustar”.

Se preparó para las malas noticias.

“Creo que deberíamos tener un perro”, le dije.

“Es broma, ¿no?”.

Negué con la cabeza.

“¿Un perro? ¿Ahora? Es una locura. Los perros son muy caros. Dan mucho trabajo y tú siempre dices que ya estamos demasiado ocupados”. Respiró hondo y se pasó las manos por el pelo como hace cuando está agitado. “Ni siquiera sé qué decir. Es una idea terrible. No”.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y guardé silencio, como de costumbre. Cuando me esforcé por decir algo, mi voz salió chillona y entrecortada: “Quiero un perro. Y los niños estarán extasiados. No sé por qué crees que siempre [una palabra que no recomendaría como terapeuta de pareja] tienes que tomar todas las decisiones. Eres como un dictador [otra frase no recomendada]”.

“¿En serio?”, me dijo. “¿Eso es lo que piensas? Haces lo que te da la gana, no me dices nada y yo te sigo la corriente porque odio que te enfades conmigo. No piensas en lo que cuestan las cosas ni en la carga que implican. Siempre me conviertes en el villano”. (Eso no es cierto).

“No te digo nada porque automáticamente dices que no. Si fuera por ti, no tendríamos hijos ni mascotas, y no haríamos nada más que trabajar. Seguiríamos viviendo en un apartamento tipo estudio. Tú seguirías comiendo ramen y fumando Marlboro rojos”. (Tampoco es cierto).

Entonces mi esposo dijo algo que ninguno de los dos habíamos dicho nunca y que me sorprendió escuchar: “Creo que deberíamos tomar terapia de pareja”.

Obviamente soy alguien que cree en la terapia. La relación con mi terapeuta individual me ha cambiado la vida. Creo especialmente en la terapia de pareja. Es un trabajo para el que siento vocación. No hay nada más importante que la fuerza de nuestras relaciones. Me siento honrada de haber participado en el proceso de ayudar a las parejas a regresar del borde del abismo. He visto el poder transformador de pedirte más a ti mismo y a tu pareja.

Pero yo misma tenía miedo de ir a terapia de pareja.

Suelo decirles a mis clientes que la terapia individual es como un baño caliente comparado con la inmersión en el hielo de la terapia de pareja. Temía que, si mi marido y yo poníamos todos nuestros problemas sobre la mesa, tuviéramos que separarnos. Y por muy mal que estuvieran las cosas, yo quería que siguiéramos juntos. Quiero a mi marido. Es inteligente, sexi y amable. Se dedica a mí y a nuestros hijos. Haría cualquier cosa por sus seres queridos y es más íntegro que nadie que haya conocido.

Fuimos a terapia. El terapeuta nos dijo todas las cosas que yo les digo a mis clientes y nos llamó la atención a los dos sobre cómo estábamos hiriendo nuestra relación (como lo hago yo cuando soy la terapeuta).

“Tonya, él no te está silenciando”, explicó nuestro terapeuta. “Te estás silenciando a ti misma. Tú estás creando la distancia entre ustedes. Tienes que asumir riesgos emocionales, abrirte y tolerar los conflictos. No estás salvando la relación quedándote callada; la estás destruyendo”.

Y luego, a mi marido: “Ella tiene razón. Estás a la defensiva y juzgas. Si quieres que tu mujer se sienta cerca de ti, tienes que escucharla y demostrarle que la tomas en cuenta”.

Después de muchos meses de agotadoras sesiones, hablamos, a veces discutimos, a menudo llegamos a un acuerdo y, durante todo el proceso, cada vez estamos más unidos. También tenemos un nuevo miembro en la familia: nueve kilos de energía y afecto caninos al que hemos llamado Trouble (“problema” en inglés).

En los paseos, Trouble toma un palo y segundos después lo pierde porque intenta llevarlo y masticarlo al mismo tiempo. Sé cómo se siente. Yo tampoco puedo estar en mi matrimonio y al mismo tiempo verlo con claridad.

Cuando la gente me pregunta por su nombre, digo que se nos ocurrió al ver la mirada traviesa que ponía. Pero, en realidad, lo elegimos por el saludable tipo de problemas que había creado en nuestro matrimonio el hecho de tenerlo. Y resulta que problemas era justo lo que necesitábamos.

Tonya Lester es psicoterapeuta en Brooklyn.

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