“Querían una selfi, un abrazo. Ser mejores amigos para siempre”, dijo Kjell Jonsson, de 44 años, quien llevaba un kayak en su hombro derecho tras concluir una clase. “La culpa es de toda la gente que no pudo dejarla en paz”.
Solmund Nystabakk, de 40 años, observaba cómo su hijo saltaba en el agua con estruendo en el fiordo cercano al museo Edvard Munch y dijo que el momento en que un animal salvaje aparece fuera de su hábitat natural, la gente proyecta su personalidad en él. “Todas esas cosas de Liberen a Willy, de grandes mamíferos de agua que están en la cultura popular inciden”, dijo. “Pero el animal no se relaciona con la intencionalidad humana. Es posible que le importen muchas cosas, pero su fin principal es sobrevivir, alimentarse”.
Algunos lugareños estaban aterrados ante la idea de convertirse en alimento.
Håkon Øverås, un productor de películas de 60 años, no quiso meterse al agua a finales de julio, pero su novia lo animó a echarse un chapuzón desde su bote en la Marina Kongen. “Esperemos que la morsa no esté aquí”, bromeó. Minutos después, su novia, desalentada por la fría temperatura del agua, vio a Freya desde la cubierta. “¡Ahí está!”, gritó.
Øverås chapoteó hacia la escalera. Freya se acercó a menos de dos metros de sus piernas mientras él se levantaba. “Se te acerca sigilosamente”, dijo. Una vez a bordo, su corazón latía con fuerza y pensó en rutas de escape. La morsa ladró monstruosamente. “Tenía esta gran barba”, dijo. “Asquerosa”.
A otros tampoco les atraía Freya. “No puedes comer morsa, sabe a hígado de bacalao”, dijo Kay Johnsen, de 56 años y propietario de Engelbert Café, el restaurante más antiguo de la ciudad, que durante la primavera ofreció filetes de ballena. “Habría que dejarla en leche mucho tiempo solo para quitarle el olor”.
Para muchos otros en Oslo, no obstante, Freya era perfecta.