“Es más pequeño, pero tiene más cafeína”, expliqué.
Kau Mou, la mujer de mi tío, dijo: “No pasa nada, ¡debe ser rica!”.
Durante las siguientes 24 horas, me criticaron por haber gastado tres dólares; era como si yo hubiera generado la brecha de la riqueza. Todo en broma, pero como prueba de que en mi familia ningún dólar gastado pasa desapercibido.
La próxima vez que compré una bebida y me preguntaron el precio, me excedí. “¡Fue gratis!”, dije, levantando un enorme vaso de crema. Mi familia asintió con aprobación.
Sin embargo, el dinero adquirió una importancia totalmente nueva para nosotros hace 10 meses, cuando mi madre supo que tenía la enfermedad de Parkinson. No un párkinson cualquiera, sino una versión atípica que, según los médicos, avanzaba mucho más rápido de lo normal e incluía elementos de demencia.
Tan solo tiene 63 años, pero de repente le temblaban las manos y empezó a olvidar las palabras. Su personalidad sigue siendo la misma, optimista, juguetona y positiva, pero su deterioro ha sido rápido y alarmante. Ya no puede trabajar, y nos preocupa que no tarde mucho en perder su independencia.
Ha necesitado todo tipo de recursos nuevos, no solo copagos para sus facturas médicas, sino una agarradera para la ducha, una máquina de terapia de luz roja craneal, zapatos con tracción, utensilios con peso para ayudar con los temblores, un bidé, etc. Nadie en mi familia inmediata tiene fondos para cubrir todo esto, y yo, como la hija con el salario más alto, he optado por encargarme de gran parte de ello.
“¿Cuánto costó eso?”, me preguntó mi madre cuando llegué a casa con un botín de Uniqlo de ropa elástica y fácil de poner.