Y entonces apareció Enrique, cuyo deseo por mí era tan evidente como su anillo de boda. Era tan transparente que pensé que debía ser un experto en engaños. Solitaria y frustrada, pensé: ¿por qué no? Acabaría mi año en el extranjero siendo la adúltera del mes. Me trataría con pasión, pero a distancia. Todo acabaría cuando subiera al avión para regresar a casa, una historia más. Mis amigas se reirían, escandalizadas. Sería como una de esas novelas francesas, o como Comer, rezar, amar. (Por ese entonces, yo no había leído ni novelas francesas ni Comer, rezar, amar).
Hicimos inevitable nuestro primer beso después que trasladamos nuestros encuentros de los simposios académicos a los cafés y luego a mi departamento. Pero el roce inicial de sus labios, entrecortado y suave, me provocó ondas de choque. La respuesta de mi cerebro aguafiestas fue gritar: “Ay, no, esto es mucho más que una aventura”. Y: “Ay no, Enrique está temblando”.
“No he besado a nadie excepto a Paola desde que nos juntamos”, dijo.
Y hasta ahí quedó mi libertino imaginado. Resultó que su matrimonio estaba en crisis; él y Paola habían estado reevaluando su relación durante meses, pasando la mitad del año separados mientras trataban de averiguar qué hacer a continuación.
La historia superficial en la que pensé que estábamos se deshizo cuando me trató con la misma ternura que le había visto emplear con ella. Estaba acostumbrada a andar con cuidado, evitando ser necesitada o agobiante. Pero cada vez que me preocupaba haber dicho demasiado sobre cómo me sentía, Enrique pedía más. Después de escuchar historias de mis desventuras saliendo con argentinos, comenzó a explorar nuestras diferencias culturales, y en un momento me preguntó si debía ver Girls para comprender mi cosmovisión de milénial.
Le dije que “no”, pero me encontré leyendo obras de teatro que él había escrito para tratar de entenderlo mejor.
El asunto continuó mientras seguíamos aturdidos y aterrorizados. Nos escribíamos mala poesía, charlábamos tarde en la noche. Paola se dio cuenta de la situación en cuestión de semanas y lo ayudó a encontrar un nuevo departamento.
No fue hasta que me dejó que me di cuenta de cómo había perdido el control completamente. Habían pasado seis meses desde nuestro primer beso, tres desde que se mudó de su departamento compartido, dos desde que regresé a Nueva York. Durante todo ese tiempo, me permitió ver posibilidades en lugar de catástrofes al final de nuestro arcoíris.