Comprender el atractivo cultural de los rifles semiautomáticos AR-15 como los utilizados en Nashville puede no ser tan urgente como la cuestión política de su disponibilidad. De hecho, aunque en general apoyo el derecho a las armas, estoy a favor de imponer restricciones a la fabricación y propiedad de armas tipo AR-15. Sin embargo, el problema es más profundo que las armas de fuego: no solo la existencia de los villanos que aprietan gatillos, sino también el lugar específico que ocupan esas armas en la vida estadounidense y la lógica por la que su posesión parece justificable en la mente de los entusiastas.
El AR-15 se sitúa en la intersección de una afición relativamente inocente y la siniestra popularización de rasgos de la cultura miliciana de la década de 1990, incluso entre personas que llevan una vida apegada a la ley. El principal argumento de venta del AR-15 es que puede modificarse, configurarse y volver a imaginarse de manera infinita. Puede ser más ruidosa o más silenciosa, más fácil de cargar, manipular, disparar y recargar o más letal. Está pensada para combinarse con una gama al parecer interminable de culatas y empuñaduras personalizables, dispositivos de mitigación de explosiones, cañones de pistón y juegos de conversión. Estos componentes se combinan a su vez con un amplio surtido de accesorios: chalecos, cascos, correas y otros equipos que siempre se denominan “tácticos”.
Este adjetivo —y la ubicuidad de las referencias a los “tácticos” en la publicidad, los sitios de reseñas y los foros de aficionados— es lo que sugiere el aspecto funesto de la cultura de la AR-15. ¿Quién practica exactamente estas tácticas, dónde y con qué propósito? Lo que indica este asunto de las “tácticas” no es tanto un compromiso con la acción (la inmensa mayoría de quienes poseen AR-15 respetan la ley) como un estado de ánimo general. Para el aspirante a estratega, cada lugar habitado por seres humanos —urbanizaciones, complejos de departamentos, tiendas, centros comerciales, hoteles, iglesias, hospitales y, desde luego, escuelas— es otra oportunidad para imaginarse participando en maniobras de tipo militar. ¿Dónde te refugiarías si estuvieras aquí? ¿Cómo mantendrías la posición? ¿Qué armas y equipo utilizarías?
Esos hábitos mentales pueden ser útiles en el entrenamiento de las fuerzas especiales estadounidenses. Pero, en un momento de aislamiento social, disturbios raciales, aumento de los índices de delincuencia y abuso generalizado de drogas, es más difícil ver el lado positivo de inculcar esta actitud paranoica entre millones de ciudadanos estadounidenses que, por lo demás, no muestran señal alguna de querer mudarse a la remota Montana ni almacenar balas para el día en que lleguen los helicópteros negros (parte de la trama de una teoría de la conspiración).
Soy un cazador entusiasta, aunque poco distinguido, para quien el momento más agradable del año es el largo fin de semana de Acción de Gracias, cuando salgo del puesto de caza de ciervos solo para ver el partido de fútbol americano entre Míchigan y Ohio State. Mi primer recuerdo del uso de un arma es a los 6 años, cuando disparé y fallé a una nube de murciélagos que volaban sobre un viejo granero en el límite de nuestra propiedad. No obstante, el mundo de los culatazos y los dispositivos de mitigación de explosiones está tan lejos de mi experiencia como practicar el ala delta. Para los entusiastas de la AR-15, el arma no es un medio para alcanzar un fin —una herramienta con la que cazar, un arma con la que proteger a la familia y la propiedad—, sino el fin en sí mismo, un lugar de fantasía y creación de significado.