NAGARJUN, Nepal— Cuando los primeros rayos de sol atravesaban las nubes que cubrían los picos nevados del Himalaya, Jigme Rabsal Lhamo, una monja budista, desenvainó una espada de su espalda y la enfiló hacia su oponente, tirándola al suelo.
“¡Ojos en el objetivo! ¡Concéntrate!”, le gritó Lhamo a la monja derribada, mientras la miraba directamente a los ojos frente a un templo encalado en el convento Druk Amitabha, en una colina con vista a Katmandú, la capital de Nepal.
Lhamo y las demás integrantes de su orden religiosa son conocidas como “las monjas del kung-fu” y forman parte de una secta budista de 800 años de antigüedad llamada drukpa, que es la palabra tibetana para “dragón”. Por toda la región del Himalaya y en el resto del mundo, sus seguidoras mezclan actualmente la meditación con las artes marciales.
Todos los días, las monjas cambian sus túnicas carmesí oscuro por un uniforme marrón oscuro para practicar kung-fu, las artes marciales de origen chino. Forma parte de su misión espiritual de lograr la equidad de género y una buena condición física; sus creencias budistas también las exhortan a que lleven una vida respetuosa con el medioambiente.
Las mañanas dentro del convento están repletas de los sonidos secos de los pasos pesados y el ruido metálico de las espadas presentes en los entrenamientos de las monjas bajo la tutela de Lhamo. En medio de los sutiles roces de sus uniformes holgados, las monjas dan volteretas y se lanzan golpes y patadas entre ellas.
“El kung-fu nos ayuda a romper las barreras de género y a desarrollar confianza interior”, afirmó Lhamo, de 34 años, quien llegó al convento hace más de 10 años procedente de Ladakh, en el norte de la India. “También nos ayuda a cuidar de los demás durante las crisis”.
Desde que los académicos del budismo tienen memoria, las mujeres en el Himalaya que buscan practicar la religión junto a los monjes varones como iguales espirituales han sido estigmatizadas, tanto por los líderes religiosos como por las costumbres sociales más amplias.
Las mujeres, que tienen prohibido participar en los intensos debates filosóficos fomentados entre los monjes, estaban confinadas a tareas como la cocina y la limpieza dentro de los templos y monasterios. Se les negaba realizar actividades que implicaran esfuerzo físico, dirigir oraciones o incluso cantar.
En las últimas décadas, esas restricciones se han convertido en el centro de una intensa batalla librada por miles de monjas en muchas sectas del budismo en el Himalaya.
Las monjas del kung-fu lideran la ofensiva por el cambio. Su linaje Drukpa comenzó un movimiento reformista hace 30 años bajo el liderazgo de Jigme Pema Wangchen, también conocido como el duodécimo gyalwang drukpa. El líder ha estado dispuesto a perturbar siglos de tradición y quiere que las monjas lleven el mensaje religioso de la secta fuera de los muros del monasterio.
“Estamos cambiando las reglas del juego”, afirmó Konchok Lhamo, una monja del kung-fu de 29 años. “No es suficiente meditar sobre un cojín dentro de un monasterio”.
Hoy, las monjas drukpa no solo practican kung-fu, sino que también lideran oraciones y caminan durante meses en peregrinaciones para recoger desechos plásticos y concientizar a la gente sobre el cambio climático.
Cada año, desde hace 20, a excepción de una pausa causada por la pandemia, las monjas han recorrido en bicicleta unos 2000 kilómetros desde Katmandú hasta Ladakh, en lo alto del Himalaya, para promover el transporte ecológico.
En el camino, se detienen para educar a las personas en las zonas rurales de Nepal y la India sobre la equidad de género y la importancia de las niñas.
Las monjas de este grupo religioso conocieron las artes marciales en 2008 gracias a un grupo de seguidores de Vietnam, quienes habían ido al convento para aprender las escrituras y a tocar los instrumentos utilizados durante las oraciones.
Desde entonces, cerca de 800 monjas han recibido entrenamiento básico en artes marciales y unas 90 han pasado por intensas lecciones para convertirse en entrenadoras.
El duodécimo gyalwang drukpa también ha estado capacitando a las monjas para que se conviertan en maestras de los cantos, una posición que solía ser exclusiva de los hombres. También les ha proporcionado el nivel más alto de enseñanza, llamado mahamudra, que en sánscrito significa “gran símbolo”, y que consiste en un sistema avanzado de meditación.
Las monjas se han vuelto muy conocidas tanto en Nepal, de mayoría hindú con cerca del 9 por ciento de budistas, como más allá de las fronteras del país.
Sin embargo, los cambios en el grupo religioso no se han producido sin una intensa reacción negativa. Los budistas conservadores han amenazado con quemar los templos drukpa.
Durante sus viajes por las escarpadas laderas desde el convento hasta el mercado local, las monjas han sido atacadas verbalmente por monjes de otras sectas. Pero eso, aseguran, no las disuade. Cuando viajan, con sus cabezas rapadas, en sus camionetas de caja abierta, pueden verse como soldados listas para ser desplegadas en el frente de batalla, capaces de enfrentar cualquier prejuicio.
El enorme campus de la secta alberga a 350 monjas, quienes viven con patos, pavos, cisnes, cabras, 20 perros, un caballo y una vaca, todos rescatados de los cuchillos de los carniceros o de la calle. Las mujeres trabajan como pintoras, artistas, fontaneras, jardineras, electricistas y albañiles y también administran una biblioteca y una clínica médica para la población laica.
“Cuando la gente viene al monasterio y nos ve trabajando, comienzan a entender que ser monja no es ser ‘inútil’”, afirmó Zekit Lhamo, de 28 años, refiriéndose a un insulto que a veces reciben las monjas. “No solo cuidamos nuestra religión, sino también a la sociedad”.
Su trabajo ha inspirado a otras mujeres en la capital de Nepal.
“Cuando las veo, me dan ganas de convertirme en monja”, afirmó Ajali Shahi, estudiante de posgrado en la Universidad de Tribhuvan en Katmandú. “Se ven tan geniales, que te dan ganas de dejar todo atrás”.
Todos los días, el convento recibe al menos una docena de consultas sobre cómo unirse a la orden desde lugares tan lejanos como México, Irlanda, Alemania y Estados Unidos.
“Pero no todas pueden hacer esto”, afirmó Jigme Yangchen Ghamo, una de las monjas. “Parece atractivo desde fuera, pero por dentro es una vida dura”.
“Nuestras vidas”, añadió, “están sujetas a tantas normas que hasta tener un bolsillo en la túnica conlleva restricciones”.
Un día reciente, las monjas se despertaron a las 3 a. m. y se pusieron a meditar en sus dormitorios. Antes de que amaneciera, caminaron hacia el templo principal, donde una monja maestra de cantos, Tsondus Chuskit, dirigía las oraciones. Sentadas con las piernas cruzadas en bancos, las monjas revisaban el texto de la oración en sus iPads, adquiridos para minimizar la utilización de papel.
Luego, al unísono, comenzaron a entonar cánticos, y el templo, de colores brillantes, se llenó del sonido de tambores, cuernos y campanas.
Tras las oraciones, las monjas se reunieron fuera.
Jigmet Namdak Dolker tenía unos 12 años cuando vio a un grupo de monjas Drukpa pasar por delante de la casa de su tío en Ladakh, India. Como era una niña adoptada, salió corriendo y empezó a caminar con ellas.
Quería ser monja y le rogó a su tío que la dejara entrar en el convento Drukpa, pero él se negó.
Un día, cuatro años después, salió de casa y se unió a miles de personas que celebraban el cumpleaños de Jigme Pema Wangchen, el jefe de la secta. Finalmente, se dirigió al convento y nunca regresó.
¿Y cómo se siente después de siete años, seis de los cuales los ha pasado practicando Kung Fu?
“Orgullosa. Libre de hacer lo que quiera”, dice, “y tan fuerte por dentro que puedo hacer cualquier cosa”.
Bhadra Sharma colaboró con la reportería.
Sameer Yasir es reportero de The New York Times. Se unió al Times en 2020 y está radicado en Nueva Delhi. @sameeryasir