Y, una vez que se tomaba impulso, empezaban a revelarse los fascinantes detalles de la vida de las personas: estaba la que acababa de ser madre que veía porno y rezaba para que no sonara el monitor del bebé, un hábito que ocultaba a su marido; el hombre que no vio porno hasta que tuvo 37 años, cuando se bautizó con una maratón de 24 horas; el hombre que contaba anécdotas de personas que veían porno en los ordenadores de la biblioteca pública en la que trabajaba; la mujer que visitaba con frecuencia un club de estriptís virtual con sus compañeras de piso; el hombre que antes se identificaba como exadicto al porno, pero que ahora cuestionaba la utilidad del término.
Hablamos sobre qué significaba para nosotros “buen porno” y “mal porno”. Para la mayoría de mis interlocutores, era fácil definir qué significaba “buen porno” desde el punto de vista de la excitación —“El buen porno no dura más de 20 minutos”, “necesito que haya trama”, “está muy bien cuando se ve la parte de atrás de los testículos del hombre”—, pero muchos apuntaban a lo “bueno” también en algún sentido más general. Por ejemplo, un porno que no se limitara a repetir los mismos temas recurrentes, que incluyera cuerpos diversos y les concediera capacidad de acción. Un porno que mostrara una excitación genuina, y no fingida, o que al menos lo pareciera. Un porno que fuese ético, donde el espectador pueda tener la seguridad de que se había subido a la red con el consentimiento de los actores, y que habían trabajado en unas buenas condiciones.
Y hablamos de las formas en que sentíamos que el porno entraba en nuestras relaciones. A veces era de forma positiva, y nos ayudaba a identificar lo que queremos; pero otras veces nos hacía sentir que teníamos que seguir los mismos guiones manidos y habitar los mismos papeles de siempre.
Imaginaba que, tras hablar tanto de ello, sabría exactamente lo que pensaba, pero cuando acabé, me quedé con más incertidumbre. Más incertidumbre, pero menos tormento. Como quizá era de esperar, mis niveles de vergüenza se redujeron drásticamente, como se evidenció cuando grabé mi decimonovena y última charla, con el hombre de 82 años, sin apenas ruborizarme. Pero también me sentía nuevamente segura en que podría mantener una conversación sobre el porno en una futura relación que no acabara con un estallido o con silencio, y no fui la única.
Durante las conversaciones, los participantes señalaron a menudo lo liberador o lo divertido que era hablar de estas cosas, y lo era. Varios se pusieron en contacto conmigo después para contarme que la experiencia de superar la fase de nuestra común incomodidad les había permitido sacar a colación el tema con sus parejas. Mantener esas conversaciones fue como quitarse un peso de encima, dijeron. Abrió algo en sus relaciones. Les costaba decir exactamente qué, pero les hacía sentirse mejor. Hablaban más de sexo. Se sentían más cercanos.
De lo que me di cuenta con mucha claridad es de que no hablar de algo puede, con el tiempo, fomentar una postura defensiva, donde tiende a florecer la vergüenza. Aunque tengamos poco de qué avergonzarnos. Confesarse puede aliviar esa vergüenza. No se trata tanto del contenido de la confesión —las personas que experimentaron esto no siempre eran las que ocultaban alguna cosa especialmente jugosa, por lo que a mí respecta— como de saber, sin más, que hay un tema del que ya se puede hablar, de que hay una incomodidad menos.
Deberíamos, la mayoría, hablar más sobre porno de lo que hablamos. Por muy intensamente privado que pueda parecer, para bien o para mal, el porno no es algo con lo que interactuamos solo como individuos. Entra en nuestras relaciones; nos moldea. Podemos afrontarlo con la pasividad del silencio, o podemos empezar a hablar —a hablar de verdad— y ver adónde nos lleva.
Polly Barton es traductora literaria de japonés y autora de Fifty Sounds, un libro de memorias y diccionario personal de la lengua japonesa, y de Porn: An Oral History, de próxima publicación.