En mi familia, hablamos de cosas difíciles.
Eso no quiere decir que seamos seres taciturnos. No lo somos. Ni somos especialmente profundos. Si acaso, tendemos al ridículo, y a hacer el tonto, siempre que es posible.
Al mismo tiempo, durante más de tres años de lidiar con el cáncer hepático de nuestra hija Orli, hemos tenido que atravesar lo inimaginable, y también traducírselo a nuestras hijas. Cada fase pareció, al principio, imposible por sí sola: el diagnóstico, la quimioterapia, el trasplante del órgano, las operaciones para extirparle la metástasis en los pulmones y el cerebro, la radioterapia y las semanas de hospitalización. Durante todo el proceso, mi pareja, Ian, y yo hemos intentado encontrarnos con nuestras hijas en un punto entre la franqueza y contar demasiado, entre el optimismo y la realidad. Hay una línea extrañamente directa entre la desesperación y la alegría, entre la claridad y el exceso de información.
Para ser clara, no estoy especialmente versada en cómo hablar de los temas más difíciles con adultos, y menos aún con una niña de 14 años recién cumplidos y su hermana de 9 (tenían 10 y 6 cuando empezó todo esto). Mi primer impulso fue no enfrentarme a nada; la sola idea de otra cosa que no sea el optimismo me provoca ganas de gritar. Pero, en los últimos días, las consecuencias de la enfermedad de Orli se han vuelto palpablemente más complicadas, y ha trastocado nuestros días y nuestras noches. Hemos dejado de hablar sobre una cura.
A finales de septiembre, mientras ella soportaba más radioterapia, y poco antes de que le administraran (brevemente) una medicación en fase de pruebas, Orli dejó de ir a la escuela. Era de forma temporal, pero después ella dejó de preocuparse por quedarse atrasada, y nosotros de preguntarle cuándo volvería.
A finales de otoño, me llevé a las niñas al cine y al teatro tantas veces como pude, para alejarme durante unas horas de la monotonía medicalizada de la vida cotidiana. (Evitábamos las sesiones punta, e íbamos cuando las salas estaban vacías; todavía llevábamos mascarilla).
Ya entonces había dejado de ser un asunto sencillo. Cogíamos una silla de ruedas para que Orli se desplazara por los multicines, y programábamos sus medicaciones para que no le diera demasiado sueño. Durante algún tiempo, incluso llevábamos un tanque de oxígeno.
Una tarde me llevé solo a Orli a ver She Said, la adaptación cinematográfica del libro de Jodi Kantor y Megan Twohey sobre las valientes mujeres que se enfrentaron a Harvey Weinstein. Orli me dijo después, delante de un plato de pho, que She Said le daba mucho más miedo que El menú, la película de terror, pero con toques de comedia negra, que habíamos visto dos días antes. “Esto fue real”, dijo del terror de Weinstein.
Esa misma semana vimos a una amiga de Orli, que iba con su madre. Les recomendé las películas que habíamos visto hacía poco, y en especial She Said.
“¿Eso no es muy para adultos?”, preguntó la madre. Me quedé atónita. “Nuestra vida es muy para adultos”, respondí, lo reconozco, con cierto resquemor.
En mi familia, quise explicar, hablábamos de cosas difíciles, y no de forma abstracta. No puedo proteger a mis hijas, por mucho que lo haya intentado desesperadamente.
Cuando dejé de refunfuñar, me di cuenta de que quizá muchos alumnos de octavo curso no estén preparados para sumergirse en una historia de la vida real sobre acoso y abuso sexual. Orli siente un singular interés por comprender lo difícil que puede ser el mundo. A menudo le pide al personal de enfermería que le describan las peores cosas que hayan visto. Y lo dice en serio: quiere cinéma vérité, y gore, y (siempre que sea posible) triunfo. Para nosotros, hablar de la crueldad y la violencia que están en el centro de She Said no solo derivó en una importante conversación sobre el poder y el consentimiento, sino que nos permitió cambiar de perspectiva: hay otras personas que experimentan adversidades. Nosotros no somos los únicos.
En estos años en que hemos cuidado de una paciente de cáncer, nos han dicho a menudo lo valientes que somos. Siempre me ha parecido bonito que me lo dijeran, pero no había lugar a ello. La valentía implica cierta voluntad en el asunto. ¿Y qué alternativa tenemos nosotros? Hemos pasado los últimos 38 meses tratando de andar paso a paso.
Eso hasta que dejó de ser posible siquiera andar. En Nochevieja, Orli sufrió dos convulsiones, una detrás de otra. Sufrió un choque séptico. La medicación tardó siete días en empezar a hacer efecto sobre su infección.
Después, a pocos días de cumplir 14 años, sintió de pronto inestabilidad en las piernas, inservibles como las de un potro. Un escaneo reveló que un tumor estaba comprimiéndole la médula espinal. Al día siguiente, empezó una nueva ronda de radioterapia, con la esperanza de recuperar la movilidad.
Cada dos noches, Ian y yo cambiábamos el hospital por nuestra casa para consolar a su hermana, Hana. No podíamos dar grandes garantías a ninguna de las dos, salvo que estábamos haciendo todo lo que podíamos.
Tras pasar los primeros 19 días de 2023 en el hospital, Orli está ya en su propia cama; ahora tenemos media casa rodeada de rampas. Ejercitamos sus piernas cada pocas horas, y estamos trabajando con un fisioterapeuta. La animamos cuando mueve los pies, o los dedos de los pies, o flexiona las rodillas ella sola. (Ella siempre probó que los más pesimistas estaban mal).
Pero Orli solo quiere una firme promesa de que recuperará la autonomía, y, como mínimo, de que volveremos a donde estábamos el 30 de diciembre, antes de esta última indignidad.
No es la primera vez que nos encontramos en lo que llaman los rabinos el meitzar, el lugar bíblico de la estrechez, un lugar de compresión. El meitzar es una expresión de todas las cosas que pueden hacer la vida imposiblemente difícil. Aparece en el Salmo 118: en la estrechez invoqué a Dios, dice el salmo; y me respondió desde la amplitud, continúa. Buscamos constantemente momentos con esa amplitud, para respirar más hondo. Una colega de Ian voló desde Carolina del Sur para hacer imposición de manos por Orli, una oración tan poderosa como nunca había visto. “¿Y si no funciona, y se pone triste?”, preguntó Orli.
Los médicos nos aconsejaran que disfrutásemos de tenerla en casa. ¿Qué quieren?, preguntan. Y yo digo: Quiero la graduación. Quiero que se enamore. Quiero que vuelva a casa de la universidad y me diga que no puede creer lo desorganizada que soy, justo después de que ella haya organizado estos armarios. A lo largo de estos tres años, solo he tenido un deseo egoísta: por favor, quiero poder quedármela. Solo quiero quedármela.
No sabemos si ahora estamos estables, ni, si lo estamos, cuánto durará. Las niñas me preguntan por la enfermedad y por el próximo tratamiento, y qué sucede cuando no hay cura. Orli solo quiere ir al instituto. Hana me dice que no quiere estar sola. Yo les digo que ojalá no tuviesen que hacerme esas preguntas, o pensar esas cosas. La mayoría de las veces no somos moradores de este lugar imposible, estrecho: solo estamos aquí de paso, administrando medicinas, con la esperanza de andar y volver al mundo. Les digo que ojalá tuviera respuestas. Les digo que me siento como si fracasara todo el tiempo.
Y, sin embargo, no he abandonado la esperanza, aunque me encuentre en un lugar definido por la incertidumbre. Ian y yo ya no podemos contar con el consuelo de la certeza, y menos aún ofrecérselo a nuestras hijas. Solo podemos ofrecerles nuestra presencia, nuestra fragilidad y nuestra sinceridad.
Mis hijas han descorrido la cortina para ver que soy el falso mago, que no puedo ofrecerles más promesas que la de señalarles el valor, la sabiduría y el corazón que ya poseen. Todos los padres se enfrentan a este momento en algún punto, pero a mí me hubiera gustado esperar más.
Mis preocupaciones se ciernen sobre el fondo de mi mente, y me mantienen despierta en la madrugada, en esas oscuras horas antes del alba, cuando el mundo está en silencio. Intento no compartir esas preocupaciones con mis hijas. No es esa la sinceridad que necesitan. Pero me salen a borbotones cuando rompo un vaso, o se me quema la cena, o me tropiezo de una de las mil maneras posibles; entonces me convierto en la tetera que chilla para que la aparten del fuego.
Por ahora, lo único que puedo prometer es que, a diferencia del mago, no me meteré en la cesta de un globo aerostático y saldré volando.
Sarah Wildman es editora sénior en el Times y colaboradora de Opinión. Es autora de Paper Love: Searching for the Girl My Grandfather Left Behind.