Unas semanas después de nacer Orli, la llevé conmigo a trabajar en un reportaje. Empezó a inquietarse. “¿Quién vas a ser, niña?”, le dijo con ternura el hombre al que estaba entrevistando. “¿Quién vas a ser?”. El mundo parecía entonces abrirse y despertar ante su nueva presencia, con esa cándida sensación de que, como me aseguró desde muy pronto mi padre, no debía tener miedo a estropearlo todo. Al fin y al cabo, habíamos sobrevivido como especie.
Todo ese potencial parecía confirmarse también en Orli, y después en su hermana, Hana: en sus temperamentos, en su curiosidad y, finalmente, en su resiliencia durante tres años y medio de terrible enfermedad. El diagnóstico de cáncer de Orli no torció esa capacidad de asombro que compartían: la agudizó, la hizo menos arbitraria. No hubo experiencias menores después de tantas horas de tantas semanas engullidas por los plomizos días en el hospital, en pasillos sofocantes bajo el reflejo de las luces fluorescentes, las interminables extracciones de sangre y los tratamientos que a veces parecían más propios de los barberos cirujanos que de la ciencia moderna. La alegría se podía encontrar en un paseo nocturno por la ciudad, en un maratón de series de televisión, en un buen ramen, en un rato de risas, en soplar a la perfección un diente de león, en el columpio de un árbol donde cabíamos dos o en una inesperada noche extra de vacaciones. El orgullo llegó con los conocimientos, con tanto esfuerzo adquiridos, que Orli enseñó a los demás sobre cómo atravesar las cosas más imposibles a las que una persona se puede enfrentar.
Me ha costado mucho, desde que escribí el panegírico para mi hija de 14 años, utilizar los verbos en pasado. ¿Cómo puedo aplicar el tiempo pasado a alguien que está tan presente? ¿Tan plenamente ella, tan plenamente formada, tan insistentemente viva? Cuando los médicos le preguntaron si de verdad quería seguir con el tratamiento, respondió con insistencia y exasperación: “¡Sí! ¡Han dejado de creer en mí!”.
Dicho esto, Orli no era ajena al miedo. Interactuó con el miedo: habló con él, se sumergió en él, quiso entenderlo, no huyó de él. Insistió en que nosotros, sus padres, no nos resistiéramos a él y no le mintiéramos sobre él. No quería morir, contrariamente a la falacia, al parecer sostenida por algunos de nuestros médicos, de que su voluntad de vivir se fue desvaneciendo a medida que sus posibilidades se atenuaron. Ni siquiera cuando el cáncer le arrebató gran parte de su autonomía, sus momentos de dignidad y, al final, su movilidad y, frustrantemente, incluso sus valiosísimas palabras, quiso dejar este mundo atrás.
En sus últimas semanas, comprendí instintivamente por qué lavarle los pies a una persona es un acto sagrado.