En nuestra segunda cita, caminamos 30 cuadras a lo largo del parque hasta mi apartamento. Cerca de Strawberry Fields, me dijo que un pájaro herido tiene posibilidades de luchar si conserva la fuerza de agarre. Me tendió el dedo, como una garra enganchada, para demostrármelo.
Se iba a ir en marzo, así que los meses siguientes rompí todas mis reglas. Soph podía verme dos veces en una semana, luego tres veces, luego cuatro. Soph podía conocer a mis amigos. Soph podía venir al martes de trivias. Podíamos vernos de forma exclusiva, pero solo hasta que se fuera.
Mientras conocía a Soph, también conocí a su madre. Aquí estaba el bar favorito de su madre, su bistró francés preferido, el vecindario de su infancia. Soph no solo conocía Nueva York al menos tan bien como yo, sino que lo hacía a través de los ojos de su madre. Envidiaba la manera en que metía a su madre casualmente en las conversaciones cotidianas, para incluirla y honrarla sin esfuerzo.
“Es distinto”, le dije. “Tu mamá estaba enferma”.
“Pero tu mamá también está enferma”, me contestó.
Me pregunté cómo sería honrar a mi madre del mismo modo: honrarla con el tipo de absolución que solemos reservar para los muertos. Llorar no por la persona en la que se había convertido, sino por la que había sido… y no preocuparme de si merecía esa clemencia.
Así que hice eso precisamente: intenté volver a aprender a hablar de mi madre. Como decir que era una chef profesional de oficio que había servido a gente poderosa en ciudades de todo el país, incluida Nueva York. Que al mismo tiempo había sido el tipo de madre que pagaba sus impuestos, blanqueaba su brócoli con buena sal kosher, enviaba mensajes de texto bitmojis que decían “¡Estoy tan orgullosa de ti!”.
Empecé a señalar cosas que me recordaban a ella. Zuecos de trabajo con vestidos. Joan Osborne y Joni Mitchell. Cualquier fachada que hubiera sido un Dean & Deluca. Me hubiera gustado saber aún más: como por ejemplo, dónde, hace tantos años, nuestras madres pudieron haberse cruzado en la calle.
En contraste, fue entonces cuando, en Arizona, mi madre ingresó en el hospital por una enfermedad hepática en fase avanzada. Primero, los médicos supusieron que tendría dos o tres años. El pronóstico se convirtió en un mes. Reservé un vuelo para dentro de una semana. Y, por último, cuando tomé el metro hasta Queens para conocer a la abuela de Soph, ya eran días.