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No todos los momentos pueden ser de 10 sobre 10

Durante todo el verano —con las sucesivas sesiones de radioterapia, los números de los marcadores tumorales que se empeñaban en no decrecer, incluso la pesadilla de un breve ingreso en la UCI en otra ciudad de vacaciones— intenté vivir en lo que para mí es ahora el hiperpresente. No es que hubiese dejado de preocuparme lo que pudiera ocurrir al cabo de un mes, o de dos semanas, o el año siguiente, ni mucho menos. Era que solo podía concentrarme de verdad en el minuto presente.

Después de tantos viajes a la unidad de cuidados intensivos, planes frustrados y otras decepciones, el futuro parecía demasiado lleno de incertidumbres como para planear mínimamente nada, y preocuparme por él solo servía para estropear los momentos de tranquilidad. Empecé a concentrarme, como nunca antes, en la luz de este atardecer, en el tacto de la arena hoy, en el paseo hasta el muelle, en el sabor del helado de la tarde.

Tampoco es que dejara de intentar orquestar experiencias. Aún sigo soñando a lo grande: con arrastrarnos a todos e irnos de pronto a Maine, sabiendo que ver a nuestros amigos —y la inmensidad del mar— nos revitalizarían, insistiendo en ir a la boda de una prima en los Berkshires y montar sofisticadas cenas al aire libre.

Vivir en el hiperpresente puede tener sus inconvenientes. Me resulta difícil hacer planes con más de una semana de antelación; temo los momentos perdidos hasta un punto irracional; me da pánico no llegar a tiempo de darles las buenas noches a mis hijas, sabiendo que el día ha pasado ya y que no volverá.

Sin embargo, la insistencia de vivir en el presente significa que cada vez que Orli y yo discutimos —y todavía discutimos: tiene 13 años, al fin y al cabo—, no puedo seguir enfadada mucho tiempo. Le he pedido a su hermana, que cumplió 9 años este verano, que intente hacer lo mismo. A veces funciona y todo. Así que me tumbo ahí cada noche, a charlar con Orli y Hana; a veces sobre alguna cosa importante, y otras muchas no. Pero antes de permitirme preocuparme por el trabajo, los platos por limpiar o incluso un futuro viaje, intento simplemente estar aquí. Solo estate aquí, me digo, como una aplicación de autoayuda en modo repetición.

Esta época del año es buena para eso.

De las muchísimas horas de oración ofrendadas durante la liturgia de Rosh Hashaná y Yom Kipur (el Año Nuevo y el Día de la Expiación judíos), quizá el texto con el que más me identifico de todos sea el del Unetané Tókef. En él, los judíos nos preguntamos cómo nos juzgará Dios a cada uno ese año, a quién se le permitirá vivir para ver uno más y qué podemos hacer para cambiar nuestro destino. El mundo laico conoce este poema por la interpretación de Leonard Cohen, “Who by Fire”.

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