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Nuestro amor empezó con una anomalía estadística

Años después, sigo contándoles a los estudiantes de mi clase de Métodos de Investigación la historia de mi primera cita con Corey para ayudarlos a recordar el concepto de regresión a la media: cómo algo que es extremo en una primera medición se vuelve menos extremo, o retrocede a la media, en una segunda medición.

Es una de las razones por las que nos felicitamos de haber encontrado un nuevo restaurante estupendo, lo recomendamos a todos nuestros amigos y luego nos parece mediocre en nuestra segunda visita. Tristemente, es estadísticamente normal que una experiencia media ocurra después de una excepcional.

Después de que Corey me acompañó a casa aquella primera noche, me sentí mareada por la atracción hacia aquel desconocido. Había entrado en el bar con un gorro tejido, una sudadera con capucha y unos pantalones de mezclilla holgados, y su sonrisa había revelado que le faltaban dos dientes delanteros.

Hace tiempo escuché en el pódcast Hidden Brain que una persona de 40 años tarda varios meses en reírse lo mismo que un niño en un solo día. Esa noche, Corey me proporcionó la densidad de risa de un niño, y subí corriendo los escalones de mi casa susurrando: “Por favor, que esto no sea una regresión a la media”.

No lo fue. En nuestra segunda cita, caminamos kilómetros por Filadelfia para comer habichuelas verdes a la parrilla en Grace Tavern. Cuando esquivé ingeniosamente una posible discusión, me agarró de la mano y me dijo: “Vine a reunirme con Sarah, no con la representante de Sarah”. Caminamos a casa más despacio, por la acera de la calle Spruce en la que se desparramaban las húmedas hojas amarillas del otoño.

En nuestra tercera cita, nos sentamos en mi sofá y hablamos torpemente sobre probables puntos de fricción de nuestros yo pasados y futuros. Él era un artista transitorio que vivía arriba de una tienda de patinaje y había crecido escuchando punk hardcore. Yo era una profesora de psicología y madre soltera que creció escuchando himnos. Consciente de nuestras diferencias, se marchó antes de lo que quizá los dos queríamos.

Pero en nuestra cuarta cita, de nuevo paseando por la ciudad, me dijo que no se iba a ninguna parte, que yo estaba donde él quería estar.

Corey me presentó a Pearl, su cariñosa pitbull, cuyas exageradas bienvenidas eran la causa de que a Corey le faltaran los dientes delanteros. Se ganó a mis dos hijos pequeños en su primer encuentro, cuando, mientras esperábamos la comida en una cafetería, tomó los lápices de colores que le ofrecía mi hijo de 8 años y convirtió el papel de estraza que cubría la mesa en una inmensa ciudad.

Me negué a hablar por teléfono durante un mes después de conocernos, temiendo que sin el lenguaje corporal mi torpeza social fuera demasiado para él. Más tarde supe que convenció a sus amigos para que limpiaran a fondo la tienda de patinaje y su diminuto departamento antes de mi primera visita, temiendo mi reacción ante las mañas típicas de los skaters solteros.

A partir de ahí, nuestras vidas se desenvolvieron juntas. Conocí a su mejor amiga, Becky, en una fiesta a altas horas de la noche, arriba de un bar de la Ciudad Vieja, y condujimos durante 14 horas un fin de semana para que él conociera a la amiga que me había exigido tener derecho de veto en mi nueva relación tras divorciarme.

Corey pasó la Nochevieja jugando juegos de mesa con mis hijos y enseñándoles a resolver un cubo de Rubik. Yo corregía exámenes detrás de la caja registradora de la tienda de patinaje, viendo cómo el personal le ponía etiquetas de precio a calcomanías que encontrarían un hogar en las señales de alto de toda la ciudad. Me preparó jambalaya vegetariana. Aprendí que los zapatos deportivos no son “solo zapatos”. Hacíamos chistes sobre mundos que chocan, y nunca paramos de reír.

Meses más tarde, cuando estábamos en la cocina arriba de la tienda de patinaje picando verduras, peras, nueces y queso gorgonzola, Corey dijo que le gustaría envejecer haciendo ensaladas conmigo. Acto seguido, llegaron los anillos y un bebé.

No siempre fue fácil. Aunque nos reíamos de nuestros diferentes orígenes, llevábamos al matrimonio expectativas profundamente contradictorias. Yo insistía en que ninguna edad era apropiada para jugar Grand Theft Auto y no entendía por qué un hombre adulto querría entretenerse con videojuegos. Él no entendía por qué me pasaba meses haciendo experimentos para satisfacer mi curiosidad académica en lugar de utilizar mi formación para resolver problemas urgentes del mundo real.

Yo me levantaba temprano; él se quedaba despierto hasta tarde. Para mí, estar al aire libre era esencial; a menos que Corey patinara, a él no le gustaba cualquier lugar que tuviera bichos o tierra. Yo me callaba ante las discusiones fuertes y directas; a él le frustraba la manera en que yo sepultaba mis sentimientos a lo largo de discusiones matizadas. Y tras el nacimiento de nuestro hijo, no fuimos inmunes a las discusiones sobre las molestias domésticas agravadas por la falta de sueño.

Pero incluso en los días en que mi diario estaba lleno de frustración, lo último que escribía siempre expresaba gratitud por mi marido y por nuestra vida. ¿Por qué? Porque él miraba más allá de las palabras que yo creía que constituían mi esencia y veía mi cuerpo; instintivamente, me masajeaba los hombros encorvados sin necesidad de que yo expresara mi estrés. Porque, aunque había hecho las paces con mi carencia de encanto físico, la mirada de Corey decía que en algún lugar de mí estaba la capacidad de deslumbrar.

Pero sobre todo por esto: me he pasado toda la vida preguntándome por qué, dudando, diciendo: “Sí, pero…”. Eso me ha convertido en una excelente científica y en una terrible compañera sentimental. Con Corey, mi cerebro se detenía en el “sí”.

¡Y cómo amaba Corey a nuestro hijo! Después del sorprendente descubrimiento de que nuestro niño se calmaba incluso durante los peores ataques de llanto cuando veía autobuses escolares, Corey comenzó a estacionarse afuera del “zoológico de autobuses” cerca de nuestra casa al amanecer para que pudieran ver la procesión de autobuses escolares que salían a su recorrido matutino.

Tres días a la semana, además del conjunto de gorro tejido, pantalones de mezclilla anchos y sudadera, Corey se ponía una cangurera y llevaba al bebé a la tienda de abarrotes, a la zona de tiendas de patinaje y a los mandados de mejoras del hogar. Y donde yo veía una tediosa complejidad para sincronizar una rutina de siestas siempre cambiante con los horarios escolares de los niños mayores, él veía belleza en los ritmos de una vida familiar que nunca había tenido de niño ni esperaba tener de adulto.

La noche del cumpleaños 40 de Corey, poco después de que nuestro hijo cumplió dos años, nos quedamos despiertos mucho después de que nuestros amigos regresaran a sus casas. Apoyé mi cabeza en el pecho de Corey mientras nos reíamos de la ruidosa confusión de nuestras vidas y nos maravillábamos de nuestra gran suerte al encontrarnos, a nuestras edades, a través de tanta diferencia.

Y la mañana siguiente, nuestro mundo cambió. Volví de la parada del autobús y vi a mi marido en el porche, pálido, quejándose de un pie entumecido. Lo llevé al hospital.

Extrañamente, no pude entender lo que me dijo la enfermera después de que lo sacaron del auto. Sus ojos eran imposiblemente azules. Un grumo de rímel en su ojo izquierdo hacía que un grupo de pestañas se contrapusiera torpemente al resto.

Sin embargo, comprendí que una amable trabajadora social se llevaba a mi hijo. Comprendí las compresiones torácicas y la frenética actividad que vi a través de la ventana a la que me había conducido la enfermera. Las manos en su pecho. Las manos sosteniendo un desfibrilador. Y comprendí lo que significaba que esa actividad cesara.

El poeta W.S. Merwin escribió: “Tu ausencia me ha atravesado como el hilo a través de una aguja. Todo lo que hago está cosido con su color”.

Mi hijo mayor, ahora en la universidad, todavía es capaz de resolver un cubo de Rubik. Mi segundo hijo viste un gorro tejido y franela a cuadros al colegio y pide llevar su patineta a todas las excursiones de verano. Meses después que Corey murió de un infarto, encontré un álbum en su teléfono llamado “corazón” con fotos mías: inclinada en la mesa, en piyama, leyendo; mirando por la ventana con el bebé; cubierta de tierra mientras preparaba los arriates del jardín.

Y nuestro hijo. Nuestro hijo tiene 9 años. Cuando tropieza en la acera, le preocupa más la suciedad de sus manos que sus rodillas ensangrentadas. Una noche, durante la cena, me preguntó por qué mis palabras decían que estaba feliz cuando mi cuerpo decía que estaba triste. Su risa surge en su barriga y se extiende a todos los demás en la habitación.

Y cada noche, cuando leo con él antes de acostarme, miro el revoltoso mechón de pelo que le cae sobre los ojos y espero que sea verdad lo que dicen los estudios sobre cómo, aunque no los recuerdes, esos dos primeros años de tu vida te moldean. Te enseñan a pensar que el mundo es seguro o amenazador, a ver a un extraño como un potencial amigo o enemigo.

Porque, si eso es cierto, entonces nuestro hijo tendrá a su padre con él durante toda su vida: todos esos viajes al “zoológico de autobuses” y al centro de patinaje le habrán enseñado que el mundo está lleno de amor, que cada aprieto es un momento para reír y que cada señal de alto necesita una calcomanía.

Sarah Allred, científica perceptual, es profesora asociada de psicología en la Universidad de Rutgers en Camden.

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