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Pistas de patinaje en Nueva York: siete décadas de historia

[Esta nota se publicó originalmente en inglés en 2018]

Todos los años, multitudes de aspirantes a reinas y reyes del hielo se tambalean sobre la gélida explanada de la pista Wollman de Central Park. Desde atletas talentosos hasta niños pequeños intentando conservar el equilibrio, todos buscan exhibir sus ochos y piruetas o simplemente poder moverse sin caerse. A veces es difícil mantener la frescura típica del neoyorquino que lo ha visto todo cuando te caes de espaldas, pero es el indomable espíritu de la ciudad el que nos hace volver a pararnos y estar dispuestos a más.

La pista de patinaje Wollman recibió a los patinadores por primera vez en 1950, como una alternativa más segura a la imprevisibilidad de patinar en el lago, una célebre tradición desde que el parque se abrió al público en 1858. Tras heredar una fortuna bursátil, Kate Wollman, filántropa y residente del Waldorf Astoria, financió la construcción de la pista. Esperaba que “les trajera felicidad a los niños que la usan”. A lo largo de los años, Wollman fue famosa porque se sentaba sola en una terraza con vistas a la acción, observando a los patinadores, y ella personalmente presentaba premios para las competiciones anuales de los niños. Más de 300.000 patinadores visitaron la pista en su primer año y, en 1953, recibió a su millonésimo visitante. Ese mismo año, una tal Mildred Donnelly trató de eludir la atención y rechazar el premio consistente en un par de patines; The New York Times planteó la hipótesis de que era porque ella y sus amigas habían faltado al trabajo para ir a la pista. (Ella insistió en que no era el caso).

Aunque Wollman es la pista pública más destacada de la ciudad, hay decenas de lugares para patinar en Nueva York, desde Prospect Park hasta Coney Island y Clove Lakes Park en Staten Island. De hecho, hay planes de convertir la Armería de Kingsbridge, en el Bronx, en un enorme complejo de nueve pistas. El patinaje es un fenómeno de toda la ciudad y así ha sido desde hace mucho tiempo.

En los años 50, los patinadores giraban y se bamboleaban con música envasada de órgano, rumbas y fox trots. Mientras limpiaban la pista, los visitantes se refrescaban los talones disfrutando de manzanas acarameladas, perritos calientes y pizzas de 25 centavos. A finales de los años 70, las pistas empezaron a experimentar con la música disco. (“Hace que los patinadores enloquezcan”, un gerente dijo en 1979, aunque no estaba claro si lo decía en el buen o en el mal sentido). Pero los madrugadores que lograban soportar el gélido amanecer para llegar a la pista de patinaje Lasker, en el extremo norte de Central Park, podían patinar sin música, acompañados únicamente por el meditabundo susurro de las cuchillas sobre el hielo recién raspado.

Pero el panorama de las pistas de patinaje no siempre ha sido sereno. En 1961, se produjo un pequeño escándalo con el anuncio de que subirían las tarifas: los días de las entradas por 10 centavos habían terminado y las cuotas de admisión se habían duplicado, triplicado e incluso cuadruplicado. “Me parece vergonzoso”, le dijo al Times Paula Ballan, de 16 años, ese año. “La razón por la que han cambiado el precio es para mantener alejados a quienes llaman ‘elementos de clase baja’. Es una pista pública. Evita que los niños se metan en problemas porque se aburren”. (En la actualidad, Wollman cobra 6 dólares a los niños de 12 años o menos).

Mundos incongruentes colisionaban en la pista, a veces literalmente. El cercano estanque de patinaje del Centro Rockefeller se ganó la reputación de ser un lugar para ver y ser visto y Wollman, con sus precios más asequibles (el Rockefeller siempre ha sido bastante más costoso), reunía a grupos de colegiales del Bronx con residentes del hotel Plaza, abrigos de visón y patines decorados en casa.

Los neoyorquinos llevan unos 70 años deslizándose, patinando y haciendo tripletes alrededor de Wollman. Y, cada año, los visitantes llegan en oleadas —sin inmutarse por las filas largas, sin preocuparse de codearse en un microcosmos de los cinco distritos— para pavonearse, caer de bruces y levantarse para volver a intentarlo.

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