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¿Por qué seguí casada con mi marido aunque ya no lo soportaba?

En diciembre, mi marido y yo celebramos 19 años de matrimonio. Apenas tengo 37 años, lo que significa que llevo casada más de la mitad de mi vida. Gran parte de ese tiempo ha sido muy feliz, pero también ha habido días, incluso años, en los que no podía soportar la idea de seguir con él.

En nuestra comunidad jasídica no nos casamos por amor (aunque estaba segura de que me había enamorado de él cuando confirmó durante nuestro breve beshow, el tradicional primer encuentro entre una posible pareja, que él también era un fanático de TalkRadio 77). Venimos de un largo linaje de parejas cuyo matrimonio fue arreglado. Algunos llegaron a amar a sus parejas. La mayoría perseveró. Así que cuando me encontraba despierta por la noche pensando: “Déjalo” o “Te mereces algo mejor”, me sentía como un fracaso.

Cinco años después, nuestro matrimonio había experimentado el tipo de cambios sísmicos que pocas relaciones ven en toda una vida. El amor que sobrevivía se veía eclipsado por una irritación amarga y, a veces, incluso odio.

“Odio es una palabra fuerte”, les decía a mis hijos cuando eran pequeños si manifestaban con pasión su desagrado hacia un maestro o su aversión a ciertos alimentos. Pero el odio es un sentimiento fuerte… y real. El odio que en ocasiones sentía por mi esposo en aquella época era un resentimiento lacerante que lo consumía todo.

Nos habíamos mudado de nuestra comunidad jasídica de Nueva York, y él, un hombre circunspecto, se resistía a la rápida modernización que yo le exigía. Yo detestaba que se sintiera cómodo con las restricciones de nuestra educación jasídica. Yo lo exasperaba. Lo insultaba de manera espantosa. Él respondía a mi desprecio con el silencio. Cuando dejaba pasar mis insultos para mantener la paz, me daba cuenta de que lo odiaba por su falta de pasión.

A pesar de esos intensos sentimientos y de mi infelicidad cotidiana, seguí con él. Y me alegro de haberlo hecho. Me doy cuenta de que esta idea es contraria a nuestra cultura actual, que insiste en que el matrimonio debe ser, si no dichoso todo el tiempo, sí libre de la intensa animadversión que soportaron muchos casados de generaciones anteriores.

Aunque hoy en día entendemos en general que el matrimonio es complicado e imperfecto, como se refleja en el entretenimiento que consumimos (en Los Soprano, The Crown o incluso con los Obama) años de odio o la incapacidad de soportar a tu cónyuge siguen pareciéndonos fuera de nuestra idea común de lo que un matrimonio podría, o debería, sobrevivir.

Para dejarlo claro, no hablo de quedarse en una relación de abuso, que constituye un sorprendente 20 por ciento de todos los matrimonios y uniones íntimas, y que deben abandonarse tan pronto como sea posible de forma segura.

Aun así, conviene tener en cuenta que el divorcio puede no ser un paraíso: las estadísticas demuestran que la situación de muchas personas empeora después de una separación. El divorcio aumenta el riesgo de vivir en la pobreza, según la encuesta de la Oficina del Censo de EE. UU. de 2016. Las estadísticas demuestran que quienes se vuelven va casar tienen altas probabilidades de terminar divorciados en comparación con el primer matrimonio. Las madres solteras también tienen una carga desproporcionada en la crianza de los hijos.

Puede que las estadísticas no convenzan a nadie de quedarse. Pero creo que deberíamos explorar por qué nuestra cultura suele animarnos a huir del espacio ambivalente entre “feliz” y “diferencias irreconciliables”, así como por qué a menudo nos apresuramos a celebrar el divorcio como el final valiente y lógico del descontento.

Algunos expertos dicen que es hora de replantearse los principios fundamentales de un matrimonio exitoso. Creo firmemente en el método Gottman de la terapia de pareja, desarrollado por los psicólogos John y Julie Gottman, que nos ayudó a mí y a mi marido a salir de una década oscura. En su libro The Marriage Clinic: A Scientifically Based Marital Therapy, John Gottman tiene unas expectativas modestas sobre lo que se considera un matrimonio satisfactorio. “Es probable que se piense que un matrimonio es suficientemente bueno si los dos cónyuges deciden tomar café y galletas juntos un sábado por la tarde y disfrutan de verdad de la conversación, aunque no se curen las heridas de la infancia el uno al otro o no tengan siempre sexo alucinante de fuegos artificiales”, escribe.

En mi caso, mi marido y yo ya habíamos salido victoriosos varias veces de situaciones difíciles y nos habíamos encontrado con un matrimonio suficientemente bueno después. Durante un tiempo angustioso, al principio de nuestra unión, fuimos extraños compartiendo un hogar. Como era de esperarse, el amor no llegó, citando a Madame Bovary, “de repente, con grandes arrebatos y relámpagos”. Construir el romance y el compañerismo a menudo se sentía como cultivar un desierto. Una vez que el amor florecía, era inconsistente. Podía ser o bien una presencia efervescente o dejar un vacío que te hace bostezar.

Cinco años después, nuestra estricta comunidad jasídica empezó a parecernos a los dos un traje tres tallas más pequeño. El estilo de vida nos limitaba demasiado. Dejamos la ciudad como parias con dos bebés a cuestas y nos establecimos en una comunidad ortodoxa más abierta. Mi nueva libertad me embriagó y devoró la compasión que tenía por mi marido, quien no era precisamente un entusiasta de los cambios rápidos.

Lo que vino después fue una década durante la cual peleamos como gatos salvajes. Lo que habíamos cosechado en los primeros años —afecto, amistad creciente, comprensión tentativa de las necesidades del otro— se fue junto con mi atuendo jasídico.

Tal vez me habría marchado entonces si no hubiera sido por su inefable paciencia con mi brutal inquietud, por un amor aún titilante… y por la terapia.

Pero 10 años es demasiado tiempo para aguantar a alguien a quien detestas, aunque pueda que te esperen 20 años de felicidad. A medida que pasan los días, ¿cómo podemos saber si nuestro sufrimiento es temporal? ¿Dónde está el límite? ¿Cómo saber cuándo vale la pena disolver un matrimonio?

Es una línea difusa, explica Julie Gottman. “No es cuando un miembro de la pareja odia al otro”, me dice. “Más bien, es cuando uno de los miembros de la pareja siente una apatía total hacia el otro. No quedan rescoldos de amor qué avivar”.

Ella afirma que la mayoría de los matrimonios se disuelven porque muchas veces las personas no saben cómo crear una relación amorosa y cálida. Ahí es donde la terapia puede ayudar.

Otra herramienta que puede ser útil es un nuevo matrimonio simbólico. Esther Perel, psicoterapeuta de las masas, me introdujo en este concepto de renovación, una idea central en la fe y la práctica judías. Según ella, se pueden tener varios matrimonios con el mismo cónyuge.

“¿Quieres casarte de nuevo?”, le escribí por mensaje a mi marido. Habíamos estado en terapia y estábamos viendo la luz al final del túnel lenta y dolorosamente. Sentí que si persistía durante otra década, y otra después, podría, sin votos ni pompa, volver a conocer a mi marido: la persona en la que se convirtió, no con la que me había casado. Y al hacerlo, podría hacer sitio para que creciéramos más allá de nuestro matrimonio anterior.

Hace poco, una tranquila mañana de Sabbath, con el sol paseándose por las ventanas de nuestra sala, tomamos café y mordisqueamos babka, como se hace los sábados por la mañana. La conversación giró en torno a la casa de nuestros sueños, a nuestros hijos adolescentes, a esa historia que había leído y a esa noticia del trabajo que él no había compartido, y yo apoyé la cabeza en el hombro de mi marido y le susurré: “¿No es lindo?”.

No tengo palabras para describir el tipo de compenetración fácil y amor meloso que florece después de tantos años de matrimonio. No sé cómo ni por qué sucedió, pero sucedió, y estoy agradecida hasta lo más profundo de mi ser, no solo porque hoy ame y respete mucho más a mi marido (que lo hago), porque nuestros hijos tengan a ambos padres bajo el mismo techo o porque el divorcio no necesariamente habría sido para mejor. Estoy agradecida porque, retomando a Nietzsche (y Kelly Clarkson), lo que no mata tu matrimonio fortalece tu amor. ¿Acaso no vale la pena luchar por eso?

Frimet Goldberger escribe sobre las actitudes sociales hacia los matrimonios arreglados y modernos, así como sobre el estado de las comunidades judías tradicionales en Estados Unidos.

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