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Que comiencen las revoluciones de mujeres

¿A poco no sería apropiado si los regímenes en Moscú y Teherán —el primero definido por un culto al machismo de su líder, el segundo por su misoginia sistémica— fueran derrumbados por protestas inspiradas y lideradas por mujeres?

Esa posibilidad ya no es remota. Las protestas que se han desarrollado en todo Irán desde la muerte cruel de la joven de 22 años, Mahsa Amini —acusada de violar la ley de Irán sobre el uso del hiyab, arrestada por la polícia de la moral y que casi indudablemente golpearon hasta dejarla en coma mientras estaba detenida— son las más serias desde la Revolución verde de 2009 después de la reelección fraudulenta de Mahmud Ahmadineyad.

Pero quizá ahora sea diferente.

En ese entonces, el líder supremo, el ayatolá Alí Jamenei, era vigoroso y gozaba de un control total del sistema. Ahora, hay reportes de que está muy enfermo. En ese entonces, Irán exportaba más o menos 2300 millones de barriles de petróleo al día. Ahora, en parte gracias a las sanciones impuestas por el gobierno de Trump, exporta unos 800.000. Antes, las protestas eran sobre todo de política, que se centraban en Teherán. Ahora, se tratan más de derechos humanos, y hay un componente étnico potente: en la región kurda de Irán, de donde venía Amini, la ciudad de Oshnavieh fue tomada brevemente por manifestantes hace unas semanas. Antes, la milicia y servicios de seguridad del régimen parecían capaces de ofuscar con facilidad las protestas. Ahora, el presidente de la Corte Suprema, Gholam Hossein Mohseni-Ejei, se aparece en un video quejándose de que sus funcionarios están abrumados y “no han dormido”.

Pero el factor más importante es el factor de las mujeres.

“En 1979, cuando las mujeres protestaban en contra de la amenaza del hiyab, estaban solas”, me comentó hace una semana la escritora Roya Hakakian, quien era adolescente cuando vivió la revolución iraní. “Ahora la marea ha cambiado muchísimo. Los hombres reconocen el liderazgo de las mujeres y están de su lado. Está claro que estas manifestantes han forjado una identidad colectiva que es contraria a la identidad del régimen. Contrarrestan la misoginia del régimen con un igualitarismo sin precedentes”.

Dirigir una dictadura es un arte delicado. Quienes intentan gobernar con un toque demasiado ligero —dejando a la gente común y corriente más o menos sola excepto cuando se trata de política— corren el riesgo de que la probadita de la libertad se desborde.

Pero quienes tratan de interponer el régimen en los aspectos más personales de la vida de la gente, incluida la elección de la ropa, corren otro tipo de riesgos. Para eso se necesita que el Estado controle el comportamiento de todos, no solo de unos pocos. De esta manera amplían enormemente el círculo de personas con razones personales para odiar el sistema, y les proporcionan los instrumentos más sencillos de una revolución. Si todas las mujeres de Irán deben ponerse el hiyab, entonces todas las mujeres tienen los medios para iniciar una revolución.

Por mucho tiempo, Vladimir Putin supo que no debía caer en esta trampa: su arma era el bisturí, no el mazo, y su pacto con el pueblo ruso era que se le dejaría en paz si ellos dejaba en paz la política.

En cuanto a los posibles alborotadores, en 2007 la abogada rusa de derechos humanos Karinna Moskalenko me explicó el método de Putin. “No es necesario meter a todos los empresarios a la cárcel”, dijo. “Sí es necesario encarcelar a los más ricos, a los más independientes, a los más conectados. No es necesario matar a todos los periodistas. Solo mata a los más sobresalientes, los más valientes, y los otros entenderán el mensaje”. Un vago aroma a miedo, y no un sistema omnipresente de coacción, es lo que dio al régimen de Putin su poder de permanencia.

De la noche a la mañana esto ha cambiado. La “movilización parcial” que Putin ordenó para llenar sus filas diezmadas es la esencia de la compulsión. A juzgar por las imágenes que salen de Rusia, los hombres en edad militar están huyendo hacia la frontera, y las mujeres se están manifestando. La semana pasada, una nota de Sky News reportó “más mujeres que hombres en la protesta en Moscú; una por una, las metieron en camionetas de la policía”.

Putin tiene motivos para preocuparse. El Comité de Madres de Soldados de Rusia, dirigido en su momento por Maria Kirbasova, ayudó a poner fin a la primera y desastrosa guerra de Rusia en Chechenia a principios de los 1990. Antes de eso, las madres rusas fueron fundamentales para atraer la atención sobre los males de la dedovshchina —el abuso rutinario y brutal de los jóvenes conscriptos—, lo cual también ayudó a socavar la labor militar soviética en Afganistán.

Ahora, por cada uno de los 300.000 jóvenes que Putin pretende convertir en carne de cañón en su desastrosa e ilegal guerra, hay incontables madres, esposas, hermanas, hijas y novias que, de hecho, también han sido movilizadas. Tienen más posibilidades de tomar Moscú que las que tendrá el ejército ruso de tomar Járkov o Kiev.

Es bueno que el gobierno de Biden, que ha hecho las cosas bien al enfrentarse a Putin, haya apoyado ahora las protestas de Irán, incluso tratando de mantener a los iraníes conectados a internet a través de las cajas Starlink de Elon Musk. Puede mejorar aún más si se retira de las conversaciones nucleares, basándose en el principio de que un régimen que no da alivio a las mujeres no merece alivio de las sanciones.

Occidente ha tenido un movimiento de mujeres y una Marcha de las Mujeres. Ahora es el momento de una Revolución de las Mujeres en Irán y de una Paz de las Mujeres en Rusia. Las oportunidades son propicias.

Bret Stephens ha sido columnista de opinión en el Times desde abril de 2017. En 2013 ganó un Premio Pulitzer en la categoría de comentarios por sus escritos en The Wall Street Journal y anteriormente fue editor jefe de The Jerusalem Post. Facebook

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