“Como enfermera de neurología, ¿qué es algo que nunca harías?”, me preguntó Finbar.
Nunca nadie me había hecho esa pregunta. “Andar en bicicleta sin casco”, le respondí. “O probar cocaína”.
Esto ocurrió en junio pasado en un bar de Burlington, Vermont, donde yo estudiaba enfermería y Finbar… bueno, no sabía exactamente qué estaba haciendo. Nos conocimos esa noche por unos amigos en común. Más o menos a las 11 p.m., cuando el grupo decidió dar por terminada la noche, le dije: “Voy por pizza a un lugar que está cerca de mi apartamento. ¿Quieres venir?”.
“¡Claro!”, contestó.
Compramos dos rebanadas y nos sentamos en el alféizar de la ventana de un restaurante que ya había cerrado esa noche. Nuestra piel se aclimató al aire húmedo mientras Finbar me contaba del viaje en velero al final del verano para el que se estaba preparando. Me preguntó cómo prepararse médicamente.
“¿Conoces los síntomas de la apendicitis?”, le pregunté.
“No, ¿en qué debo fijarme?”.
“Fiebre”, le respondí. “Un dolor que por lo general comienza en el abdomen y luego se localiza en el cuadrante inferior derecho”.
“¿Y qué pasa si me da apendicitis, pero no puedo llegar a tierra durante dos semanas?”.
Le di una mordida a la pizza. “Lento, pero seguro, morirás de sepsis”.
Finbar dijo que no podía comer más pizza; tenía la boca demasiado seca. Como pensé que mi aterrador consejo médico era la causa, le aseguré que estaría bien y que las probabilidades de que le diera apendicitis de repente eran escasas, pero que tal vez debía llevar antibióticos, por si acaso. Luego le dije que me iba a casa.
“¿Quieres que te acompañe?”.
“No, está bien, gracias. Vivo a la vuelta de la manzana”.
Días después, Finbar me comentó que creyó que íbamos a tener una aventura de una noche y que por eso tenía la boca seca: estaba nervioso.
Me reí. “¿Qué demonios te hizo pensar que íbamos a acostarnos?”.
“Porque dijiste: ‘La pizzería que está cerca de mi apartamento’. Pensé que me estabas invitando a tu casa”.
“Ah, entiendo. Pero no era eso”.
Finbar era un tipo estrafalario de unos veintitantos años que vivía en un velero y no dejaba de invitarme a salir, y yo seguía aceptando sus invitaciones. No puedo decir con exactitud qué me atraía de él. Tal vez era el modo en que se refería a su barco como “un espacio seguro para las emociones”. Tal vez era que tocaba música irlandesa todos los miércoles por la noche y se refería a su mejor amigo Rob como su alma gemela. No era para nada afable, pero era muy fácil pasar el tiempo con él.
Un sábado por la noche me mandó un mensaje: “¿Quieres hacer algo esta noche?”.
“Sí”, le respondí.
Llevó unas pizzas congeladas, nos sentamos en lados opuestos del sofá con un perro entre nosotros y pusimos una película que había obtenido una calificación de 2,7 en Rotten Tomatoes. Cuando terminó la película y empezó un comercial, el perro saltó del sofá para estirarse y Finbar y yo empezamos a hablar del anuncio farmacéutico que estaba pasando.
“De hecho, utilizo los comerciales de medicinas para aprenderme los fármacos para los exámenes”, le dije.
“¿Cuál es el nombre más original que conozcas de un medicamento?”, preguntó.
Lo pensé un segundo. “Supongo que es divertido decir carbidopa/levodopa”.
“¿Qué hace eso?”.
“La levodopa es el precursor de la dopamina y la carbidopa le ayuda a atravesar la barrera hematoencefálica”.
En eso, Finbar se inclinó hacia mí y me besó. Su beso fue lento y suave, deseoso e intencionado. Cuando nos separamos, sonrió y dijo: “¿Qué te parece esa dopamina?”.
Tal vez era más afable de lo que le reconocía.
Nos seguimos viendo. No estaba del todo segura de lo que sentía por él, pero una noche, cuando lo vi lanzarse al agua desde el barco, con los músculos de la espalda que reflejaban la luz del sol al chocar contra el agua, me inundó una ola de atracción.
Más tarde, esa misma noche, fuimos bajo cubierta e hicimos de las nuestras. Después, hizo pasta con pesto y puso el programa de telerrealidad de citas Too Hot to Handle, el cual se convertiría en nuestro programa de ese verano.
Como una persona que ha pasado la mayor parte de su vida sentimental en relaciones con hombres mayores que yo, me sorprendió salir con un chico cuatro años más joven. Sin embargo, saber que se iba de viaje en velero me permitió abrirme a esta experiencia.
Las siguientes cinco semanas fueron un remolino de tardes en el agua y duchas compartidas. Comimos en el nuevo restaurante de poutine de la ciudad que no tenía aire acondicionado y sudamos nuestras camisetas mientras devorábamos papas fritas cubiertas de una salsa espesa. Nos sentamos a metro y medio el uno del otro en mi apartamento mientras yo intentaba meterle palomitas en la boca sin éxito. Vimos un montón de Too Hot to Handle.
Una noche, remó para llevarme a la orilla después de haber navegado y cantó “Estamos en una balsa” con la tonada de “Hallelujah” de Leonard Cohen durante todo el camino. Una mañana, en mi casa, me gritó desde el baño: “¿Te importa que le dé buen uso a tu inodoro?”.
“¡Todo tuyo!”, le grité.
Momentos como este me hicieron adorar a Finbar. Me encantaba su corazón, su capacidad para presentarse en cada momento tal y como era. Me hizo querer hacer lo mismo.
En medio de todo esto, yo me fui a Vancouver y él ayudó a navegar un barco hasta Panamá. Cuando volvió, nos reunimos después de su sesión semanal de música irlandesa y retomamos la conversación donde la habíamos dejado, a sabiendas de que en un mes iba a zarpar. Su viaje iba a durar de “seis meses a dos años”.
Era el mismo remolino de antes, pero con una sensación más profunda de conocernos. Me habló de la muerte de su padre. Yo lloré cuando le conté sobre mi desamor del año anterior. Estuvimos abrazados al conversar hasta entrada la noche. Los dos sabíamos que era algo fugaz y eso nos hacía sentir menos inhibidos, como si lo que nos dijéramos se fuera a volver irrelevante en el momento en que su bote deje el lago Champlain.
Salí con mucha gente en mis veintitantos. La mayoría de esas relaciones se esfumaron, algunas acabaron en desamor. No obstante, tener un amante que se hacía a la mar era algo nuevo y no me era ajeno el cliché de su teatralidad.
El verano se difuminó cuando él se preparaba para irse y yo empezaba otro semestre. La noche que nos dijimos adiós fue después de su fiesta de despedida; iba a zarpar en la mañana. Él estaba alegre y emocionado, y ninguno de los presentes llevaba un atuendo adecuado para la fría noche de septiembre. A las 9:30 p. m., la mayoría de los invitados se habían ido. Me di cuenta de que era hora de irme y le susurré: “¿Me acompañas a mi carro?”.
Nos tomamos de la mano en el estacionamiento que iluminaba un farol, mientras el viento soplaba desde el lago. “He aprendido mucho de ti”, me dijo.
Me incliné hacia él, no quería perder esto, no estaba lista para irme. No teníamos planes para vernos cuando volviera de su aventura, cuando fuera que eso sucediera, así que esto era una despedida. Me dio un último beso y me dijo: “Vas a tener una gran vida”.
“Tú también”, le dije, con lágrimas en mis ojos. Le apreté la mano mientras me subía al coche.
Al día siguiente zarpó y viajó por el sistema de canales de Champlain hasta el río Hudson y, con el tiempo, hasta el océano Atlántico. Sé por las publicaciones de blog que llegó al Caribe. A dónde irá después, no lo sé. Tampoco estoy segura de que él lo sepa.
Finbar vive en mis pensamientos como lo hace una canción favorita, con la letra que aparece al azar en mi cabeza. Sonrío cuando pienso en él cantándome en el bote de remos. Leo las entradas de su blog y me río a carcajadas con sus breves comentarios ingeniosos. Recuerdo el sabor de la poutine que comimos y su hermosa capacidad para simplemente ser.
Y gracias al tiempo que pasé con él, intento hacer lo mismo. Que el objetivo final de cada encuentro romántico no sea una relación a largo plazo, un futuro, una persona con la cual construir una vida. Esa expectativa puede asfixiar mucho la vida, la posibilidad, incluso la posibilidad de llegar a conocer de verdad a alguien o que te conozcan a ti. ¿Quieres experimentar la belleza que puede surgir al dejar ir las expectativas? Sal con alguien que se vaya.
No sé cuándo volveré a ver a Finbar, ni siquiera si lo haré. Sólo sé que, durante un verano, encontramos un refugio el uno en el otro, un romance en la misma agua que, con el tiempo, nos llevó por viajes diferentes.
Sarah Bevet es enfermera en Burlington, Vermont.