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Silvio Berlusconi muere a los 86 años

ROMA — Silvio Berlusconi, el impetuoso magnate de los medios de comunicación que revolucionó la televisión italiana con canales de propiedad privada que utilizó para convertirse en el primer ministro más polarizador y procesado del país a lo largo de varios mandatos y de un cuarto de siglo de influencia política y cultural a menudo escandaloso, falleció el lunes en el Hospital San Raffaele de Milán. Tenía 86 años.

Su fallecimiento fue confirmado en un comunicado por la primera ministra, Giorgia Meloni, con quien formaba parte de la coalición del actual gobierno italiano. No se explicó la causa de la muerte, pero la semana pasada fue hospitalizado como parte de su tratamiento contra la leucemia crónica y otras dolencias.

Para los italianos, Berlusconi era un entretenimiento constante —cómico y trágico, con algo de material subido de tono— hasta que lo abucheaban para que saliera del escenario. Pero regresaba. Para los economistas, era el hombre que ayudó a hundir la economía italiana. Para los politólogos, representaba un nuevo y audaz experimento sobre el impacto de la televisión en los votantes. Para los periodistas sensacionalistas, era una deliciosa fuente de escándalos, meteduras de pata, insultos soeces y aventuras sexuales.

Berlusconi, un orador talentoso y un hombre del espectáculo que de joven cantaba en cruceros, fue elegido primer ministro por primera vez en 1994, después de los escándalos de “Sobornópolis”, que habían desmantelado la estructura de poder de la Italia de la posguerra y destituido a su padrino político, el ex primer ministro Bettino Craxi. Es famoso su anuncio de que “entraría en el campo” de la política para llevar a cabo reformas de carácter empresarial, una medida que sus partidarios enmarcaron como un sacrificio desinteresado por el país y que sus críticos consideraron un esfuerzo cínico para proteger sus intereses financieros y asegurarse inmunidad judicial en lo tocante a sus asuntos empresariales.

Su primer mandato se derrumbó rápidamente, pero los votantes, muchos de ellos persuadidos al verlo firmar en la televisión un “Contrato con los italianos”, eligieron por abrumadora mayoría, al hombre más rico de Italia, para dirigir de nuevo el país en 2001, esta vez al frente de la mayoría parlamentaria más amplia de Italia desde la Segunda Guerra Mundial.

Esa coalición de gobierno de centroderecha duró más que cualquier otro gobierno desde la guerra. En 2005, volvió a ser primer ministro tras una reorganización del gobierno, y luego utilizó su poder para modificar la ley electoral y tener más posibilidades de ganar las siguientes elecciones generales. Perdió por un estrecho margen, en 2006, pero se mantuvo en el centro de la escena y volvió al poder en unas elecciones anticipadas en 2008.

Su victoria desanimó a una generación de la izquierda. Los opositores estaban obsesionados con Berlusconi y a la vez se sentían totalmente molestos con él, un político que parecía estar hecho de teflón electoral a pesar de sus meteduras de pata internacionales, su incapacidad para cumplir sus promesas y de haber hundido la economía italiana.

Los políticos liberales, y los fiscales a los que satanizó como su brazo judicial, vieron con consternación cómo utilizaba las apelaciones y los plazos de prescripción para evitar la penalización, a pesar de haber sido condenado por contabilidad falsa, soborno de jueces y financiación ilegal del partido.

Sus gobiernos dedicaron un tiempo desmesurado a la elaboración de leyes que parecían hechas a medida para proteger a Berlusconi de décadas de juicios por corrupción, un objetivo que algunos de sus asesores más cercanos reconocieron que era la verdadera razón por la que había entrado en política.

Una ley anuló una sentencia judicial que lo habría obligado a renunciar a una de sus cadenas de televisión; otras rebajaron el delito de falsedad contable y redujeron el plazo de prescripción a la mitad, lo que acortó de hecho varios juicios relacionados con sus empresas. Berlusconi gozaba de inmunidad parlamentaria, pero en 2003 su gobierno fue más allá y aprobó una ley que le otorgaba inmunidad judicial mientras permaneciera en el cargo, lo que suspendió de hecho sus juicios por corrupción.

Algunas de esas leyes fueron finalmente declaradas inconstitucionales, y en 2009 el más alto tribunal del país anuló la ley de inmunidad.

El daño de esos cargos de corrupción se vio agravado por las acusaciones de que pagó por mantener relaciones sexuales con una menor de edad apodada Ruby Heart-Stealer. Más tarde fue absuelto, pero la historia fue un regalo para la prensa sensacionalista mundial. También lo fueron las noticias de que celebraba fiestas sexuales a las que llamaba “bunga bunga” con mujeres supuestamente reclutadas por un presentador de noticias de uno de sus canales y una antigua higienista dental y corista que llegó a ser consejera regional de Milán. Berlusconi sostuvo que eran solo cenas elegantes.

Los escándalos provocaron grandes protestas de mujeres. Incluso la Iglesia católica, muy influyente en la política italiana y que a menudo fingía que nada pasaba cuando se trataba de Berlusconi, señaló que ya era suficiente.

Pero lo que realmente desalojó a Berlusconi del poder no fue un repentino despertar ético en Italia o una marea de intolerancia hacia sus actividades extracurriculares, sino el hecho insuperable de la crisis de la deuda europea y la falta de confianza entre los líderes europeos y los tenedores de deuda de que podría sacar al país de ella.

Cuando Berlusconi finalmente renunció, en 2011, en medio de una coalición conservadora fracturada y un malestar general, parecía que ya se había hecho mucho daño. Numerosos analistas lo responsabilizaban de dañar la reputación y la salud financiera de Italia, y consideraban su paso por el poder como una década perdida de la que el país ha tenido dificultades para recuperarse.

En última instancia, fue mucho más que su paso por el poder, las políticas que introdujo o los aliados que apoyó.

Su enfoque de la vida pública, a menudo escandaloso, disruptivo y personalmente sensacionalista, que se conoció como berlusconismo, lo convirtió en el político italiano más influyente desde Mussolini. Berlusconi transformó el país y ofreció un modelo diferente de líder, que tendría ecos en Donald J. Trump y más allá.

Berlusconi utilizó su imperio mediático para manipular —y dominar durante más de 20 años— la política italiana, que durante mucho tiempo había sido ideológica y centrada en temas concretos. Era como si hubiera convertido una imagen en blanco y negro en una televisión en tecnicolor llena de interminables horas de programación de espectáculos de telerrealidad, de los que él era el protagonista indiscutible. Es difícil exagerar su impacto en la cultura del país.

Por turnos payaso y taimado, optimista y cínico, populista con los pies en la tierra y elitista estratosférico, fue la línea de fractura por la que se quebró Italia.

Las campañas para toda la familia de Berlusconi contaban a menudo con el apoyo de la Iglesia. Su fe en el espíritu empresarial era inquebrantable. Pero todo ello iba acompañado de un hedonismo sin remordimientos que valoraba la riqueza, la belleza y el culto al vigor juvenil, como ilustra la imagen de corista de las mujeres que promovía en sus canales de televisión y a veces en el gobierno. Lo que surgió fue un actualizado ideal de mujeriego que ha dejado su huella en la imaginación, y las aspiraciones, de innumerables italianos.

La habilidad de Berlusconi para sintetizar la política —los críticos dirían que la empobrecía— en mensajes publicitarios y puntos destacados, ahora la imitan incluso quienes dicen rechazar todo lo que él representaba. Y su estilo salvador (“Gracias a Dios tenemos a Silvio”, decía un himno del partido) sigue teniendo sus discípulos.

En el mundo de Berlusconi, cualquiera que se sintiera ofendido por su ostentación, o sus chistes sexistas, o sus conflictos de intereses, o su aversión a pagar impuestos —una vez calificó de “moralmente aceptable” negarse a pagar impuestos elevados— era incluido en el mismo saco de los aburridos santurrones de izquierda o los comunistas que odian la diversión y la libertad.

Tenía un genio para la victimización, a la que recurría como respuesta a las críticas a sus políticas o a su comportamiento personal o a las investigaciones sobre las denuncias que giraban a su alrededor: de conflictos de intereses, de corrupción, de vínculos con la mafia y con poderosas logias masónicas. Los jueces eran a menudo “comunistas” en una cacería de brujas, un argumento que resonaba entre los italianos frustrados con un sistema judicial problemático y lento.

Incluso sacó provecho cuando contrajo coronavirus en septiembre de 2020, al llamar a un mitin político desde el hospital de Milán donde estaba siendo tratado y afirmar que los médicos le habían dicho que, de todas las miles de pruebas realizadas allí desde el comienzo de la epidemia, “he salido entre los cinco primeros en cuanto a la fuerza del virus”.

La política de culto a la personalidad de Berlusconi, su estilo de gobierno desenfadado y hasta su atención al cuidado del cabello provocaron comparaciones con Trump. Ambos hombres hicieron valer su riqueza personal como una cualificación para gobernar, y ambos disfrutaron al dominar los ciclos de noticias con un comportamiento a menudo extravagante.

Pero, a diferencia de Trump, Berlusconi procedía de una familia de recursos modestos, y el tamaño de su fortuna, de miles de millones, nunca fue cuestionado.

Su política encaja generalmente en un paradigma tradicional de centroderecha y sus asesores dijeron en privado que detestaba la comparación con Trump. Tras el asalto al Capitolio de Estados Unidos por parte de los partidarios de Trump en enero de 2021, Berlusconi escribió que el ataque “oscurecerá la memoria histórica de esta presidencia”.

Pero Berlusconi no dejó de asociarse con la extrema derecha para obtener beneficios políticos. Oportunista, se alineó con un partido vinculado al pasado fascista de Italia, aunque no compartía su nostalgia de “los italianos primero”, y profundizó la relación de Italia con Rusia y Turquía. Pero también apoyó ávidamente a Estados Unidos y a la OTAN, y creía en el conservadurismo neoliberal, proeuropeo y anticomunista de la posguerra.

Berlusconi podía tratar a los líderes mundiales como si fueran invitados de su programa de telerrealidad. Llamó “joven, guapo y bronceado” al presidente Barack Obama, que lo encontró divertido. Llevando un pañuelo, pasó el rato en Cerdeña con Tony Blair, el ex primer ministro británico. Una vez hizo esperar en la pista de aterrizaje a la canciller de Alemania Angela Merkel. Llevaba gorros de piel a juego con un frecuente compañero de tragos ruso, el presidente Vladimir Putin, a quien, años más tarde, y para vergüenza de su socio de coalición y de una gran parte de Italia, apoyó abiertamente en la guerra contra Ucrania.

El uso descarado que Berlusconi hacía de la televisión y otros medios de comunicación que controlaba, y su habilidad para dominar la cobertura de los que no controlaba, contribuyeron a asegurar su posición política. Su partido, Forza Italia —que toma el nombre de una barra del fútbol— se estableció como un vehículo publicitario autofinanciado para su candidatura. En realidad, nunca designó a un sucesor.

“Si lo miras desde una perspectiva global, representa el primer político posmoderno real”, dijo Alexander Stille, autor de El saqueo de Roma: de cómo un bonito país con un pasado glorioso y una cultura deslumbrante se sometió a un individuo llamado Silvio Berlusconi. Y añadió, en una entrevista: “No es una casualidad que aparezca tras el final de la Guerra Fría. Representa un tipo de política que, a pesar del anticomunismo ritual de su mensaje político, es una política sin contenido. Es una política basada en la personalidad, en la que se presenta a sí mismo, más que a un programa político concreto, como la respuesta a los problemas del país”.

Berlusconi, apodado Il Cavaliere (el caballero), nombre que en Italia se suele aplicar a los líderes empresariales o comunitarios, cultivaba su imagen. Las sesiones fotográficas de él y su familia en las revistas propiedad de su imperio editorial Mondadori lo describían como un hombre de familia, aunque con estilo. Con una estatura de 1,67 m, una amplia sonrisa y una energía desbordante, vestía trajes de chaqueta cruzada. En los últimos años, se sometió a implantes capilares y a cirugías plásticas que le dieron a su rostro un aspecto de figura de cera y, sin importar la estación, a menudo lucía un bronceado color mandarina.

[Este obituario está en desarrollo y se actualizará en breve]

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