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Soy médica y cambié mi modo de ver el envejecimiento

Se dice que pensar en la muerte es como ver directamente al sol: lo puedes tolerar solo un instante antes de que se vuelva demasiado doloroso. Es más fácil abordarlo desde el punto de vista de mi padre, leyendo no sobre la muerte, sino acerca de la ciencia de cómo prolongar la vida. Me parecen fascinantes las imágenes de ratones envejecidos que corren durante más tiempo, la promesa dentro de la ciencia. ¿Qué tal si el arco del envejecimiento que he aprendido a esperar en mi trabajo en el hospital no es inevitable?

Los investigadores especializados en la longevidad te dirían que el envejecimiento en sí mismo es una enfermedad que podemos comprender y tratar, y que el cáncer, las cardiopatías y la demencia son solo sus síntomas. Te dirían que la primera persona en vivir hasta los 150 años ya nació. De cierta manera, esto suena absurdo, un sueño de multimillonarios del sector de la biotecnología, alimentado por la negación, el miedo a la muerte y una ilusión de control. Pero por otro lado, la ciencia que lo respalda es real. Así que, me permito imaginar que quizá mi padre sí llegará a esa graduación de bachillerato.

El simple hecho de poder contemplar esta realidad y, lo que es más, pensar que de alguna forma esto es algo que podemos controlar, es un privilegio, tal como lo fue decidir que quería tener una familia después de cumplir 40 años. Las personas más ricas, en promedio, viven casi 10 años más libres de limitantes físicas que las más pobres. Conforme los datos que sustentan la ciencia del antienvejecimiento se vuelven más sólidos y factibles, es probable que esta diferencia se haga aún más profunda.

En el hospital, vemos esto de primera mano. Hace poco, atendí a un hombre de 50 años que estaba en tratamiento de diálisis, pues fumó y bebió durante gran parte de su vida, se había caído en la bañera de su casa y se había quedado ahí durante un día o más esperando a que alguien lo escuchara pedir ayuda. De pie, fuera de su habitación en el hospital, su enfermera y yo notamos su edad, era unos cuantos años más joven que la enfermera y no era ni diez años más grande que yo. “Un anciano de 50 años”, comentó su enfermera, una forma rápida de describir un cuerpo castigado por la enfermedad, por décadas de estrés crónico, por factores que están dentro y fuera de nuestro control.

Si pudieras calcular la edad fisiológica, no cronológica, de mis pacientes, ¿qué cifra le darías? Hablamos de medir la fragilidad: la debilidad, la fatiga y la resiliencia fisiológica debilitada. Puede que esto sea más significativo que la edad cronológica a la hora de tomar decisiones médicas sobre las intervenciones que un paciente puede tolerar, pero esta métrica es difusa y no tiene un criterio de referencia. ‌

A la vanguardia de la ciencia de la longevidad hay empresas que ofrecen respuestas sencillas. Si te pinchas el dedo y les envías unas cuantas gotas de sangre, te mandan un informe con un estimado de tu edad genética, basado en las impurezas de tu AND y la longitud de tus telómeros, es decir, la protección en la base de nuestro ADN que se acorta y se desgasta con el tiempo. Tal vez este valor sea significativo, pero no está del todo claro si tener una edad genética más joven que la cronológica te concede una vida más larga o mejor.

Pero podría ser, así que una parte de mí se siente tentada a enviar una muestra de sangre, pero no estoy segura de querer saber la información que obtendría a cambio. Quizá me preocuparía; tal vez me brindaría una falsa tranquilidad. En todo caso, mientras visito a mis pacientes en la unidad de terapia intensiva y de repente siento cómo se mueve el bebé que crece en mi vientre, estoy consciente de que, aunque pudiera desacelerar el reloj, nunca hay suficiente tiempo.

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