En una reunión del consejo escolar celebrada este mes en Uvalde, Texas, padres y administradores se enfrascaron en una discusión ya conocida: había pasado casi un año desde que un hombre armado irrumpió en la escuela primaria Robb y mató a diecinueve niños y dos profesores. La comunidad seguía a la espera de que las autoridades revelen cómo ocurrió.
“Hace casi un año y, para ser sincero, nada ha cambiado”, dijo a la junta Jesse Rizo, tío de una de las víctimas de la masacre. “Estas personas están rogándoles que respondan a las preguntas. Ustedes vinieron y prácticamente oprimieron a la gente. Les hacen preguntas y no tienen respuestas”.
A pesar del paso del tiempo, aún hay un fuerte desacuerdo sobre quién debe ser despedido por la lenta respuesta policial a uno de los peores tiroteos escolares de la historia de Estados Unidos, y qué postura debe adoptar la ciudad ante las reiteradas peticiones de las familias de las víctimas de restringir las armas. Vecinos que se conocen desde hace años ahora no pueden ponerse de acuerdo y están más distantes que nunca.
“Solíamos ser una comunidad unida”, aseguró Rizo tras la reunión del consejo escolar del 15 de mayo. “Ahora es como si ya no nos conociéramos”.
Unida por el dolor después que el tiroteo encendió una tormenta nacional sobre cómo la policía responde a los tiroteos masivos, Uvalde se ha distanciado en los dolorosos meses transcurridos desde entonces, dividiéndose por rupturas que apenas existían hace un año.
Las fisuras son profundas y siguen abiertas: entre los familiares de las víctimas, que abogan a favor de leyes de armas más estrictas, y los vecinos, que han sido ávidos cazadores y propietarios de armas desde hace tiempo, y rechazan cualquier nueva restricción; entre los partidarios de la policía, que está siendo investigada por el fiscal del distrito por su tardanza al detener al autor de los disparos, y los residentes que ahora desconfían de las fuerzas policiales; entre los que siguen de luto y los que quieren seguir adelante.
En ocasiones, las fricciones han salido a la luz en una ciudad donde todo el mundo compra en los mismos supermercados, come en los mismos restaurantes y asiste a los mismos partidos de las ligas infantiles.
En un acto reciente celebrado en la biblioteca, los residentes se acercaron al administrador municipal para preguntarle, en voz baja, cuándo Uvalde podría empezar a superar el tiroteo, empezando por deshacerse de un altar improvisado en memoria de las víctimas de la masacre que todavía ocupa la plaza central. “Más de una persona me ha preguntado cuándo vamos a limpiar la plaza”, relató el administrador municipal, Vince DiPiazza.
Ha habido otras expresiones de rabia. Los familiares de uno de los niños asesinados gritaron a la madre del atacante de 18 años tras cruzarse con ella por casualidad en la calle el año pasado. Un pastor local provocó ira por defender a la policía durante una reunión del consejo escolar el verano pasado. Una persona le pidió que se sentara, gritando: “¡Ya acabó tu tiempo!”.
“La negatividad divide. Todo el mundo se enfada”, comentó Berlinda Arreola, abuelastra de una de las víctimas.
Desacuerdos y resentimientos persistentes han complicado los preparativos para la conmemoración de la masacre del miércoles. Las autoridades pidieron a los forasteros que se mantuvieran alejados de Uvalde, mientras que los familiares de algunos residentes planeaban una marcha conmemorativa que recorrerá la ciudad.
Las grietas han crecido incluso entre las familias. Joe Alejandro, cuya sobrina fue asesinada, se encontró en desacuerdo con otros familiares que han estado exigiendo leyes de armas más estrictas, como aumentar la edad de 18 a 21 años para comprar un rifle estilo AR-15, el tipo utilizado en la masacre del año pasado.
“He tenido armas toda mi vida y mis armas no van a matar a nadie”, dijo Alejandro. “Así es como crecimos. Vas a cazar en la mañana y vas a la escuela y las armas se quedan allí”, dijo, refiriéndose a su auto. “¿Por qué me perseguirías por eso?”.
La opinión de Alejandro es común en Uvalde, donde los votantes de la ciudad mayoritariamente hispana rodeada de ranchos y terrenos de caza votaron por el gobernador republicano Greg Abbott, poco más de cinco meses después del tiroteo, en una contienda en la que su oponente, Beto O’Rourke, con frecuencia usaba una gorra de béisbol de Uvalde y había prometido un control de armas más estricto.
Después de que más de cien estudiantes abandonaran las aulas el mes pasado como parte de las protestas contra la violencia armada, los administradores de la escuela les advirtieron que se enfrentarían a las consecuencias la próxima vez.
Mucho después de los tiroteos, Uvalde sigue en vilo. Hace poco, el Ayuntamiento y un gran supermercado fueron cerrados después de que los residentes difundieron imágenes de un hombre que paseaba por el centro con una pistola al hombro. (Resultó ser una pistola de balines). Algunos padres mantuvieron a sus hijos en casa durante la última semana completa de clases de este mes debido a amenazas de violencia en las redes sociales que resultaron ser infundadas.
Las tensiones persisten en parte porque varias investigaciones sobre el tiroteo y la respuesta de la policía siguen sin resolverse.
La investigación de la fiscal del distrito, Christina Mitchell, sigue abierta para determinar si se deben presentar cargos contra alguno de los agentes que esperaron más de una hora para irrumpir en el aula donde el tirador estaba escondido con los estudiantes y matarlo. Mitchell señaló que tiene la intención de presentar cualquier prueba de delito ante un gran jurado. Sin embargo, es probable que falten muchos meses para que eso ocurra.
“Un caso de esta magnitud debe ser deliberado, con minuciosidad y no puede precipitarse”, explicó mediante un comunicado. “Porque he visto casos que se investigan rápidamente y la justicia no prevalece en ellos”.
Aún no se ha completado un estudio médico para determinar si un enfrentamiento más rápido con el atacante pudo haber salvado a alguno de los niños. También el Departamento de Justicia sigue investigando la respuesta policial. Vanita Gupta, la tercera funcionaria de más alto rango del Departamento, visitó Uvalde el mes pasado para reunirse con funcionarios y familias, y asegurarles que la investigación seguía su curso, aunque aún no se conocieran sus resultados.
El departamento ha ayudado a los funcionarios municipales a ponerse en contacto con personas de otras ciudades desgarradas por tiroteos masivos con el fin de compartir una especie de nuevo y sombrío manual para navegar por las largas y dolorosas secuelas. “Eso reforzó en mi mente que lo que estaba sucediendo aquí no es inusual”, dijo DiPiazza.
Gran parte de la frustración se ha dirigido a los administradores de la escuela, que supervisan el pequeño cuerpo de policía del distrito escolar. El jefe de ese cuerpo, Pete Arredondo, de inmediato fue señalado por el director del Departamento de Seguridad Pública de Texas, Steve McCraw, por no enfrentarse rápidamente al tirador.
No obstante, un informe posterior de un comité de la Cámara de Representantes de Texas detectó “fallos sistémicos” en la respuesta policial, no solo por parte de Arredondo, sino también de otros organismos, como el Departamento de Seguridad Pública del estado y el Departamento de Policía de la ciudad, que también participaron en la respuesta. Fueron despedidos Arredondo y Juan Maldonado, sargento de la policía estatal que se encontraba en el lugar de los hechos, y además dimitió el oficial que había fungido como jefe del Departamento de Policía de la ciudad en el momento de la masacre.
El distrito escolar renovó su Departamento de Policía, pero la contratación de un nuevo jefe de policía escolar no ha aliviado las tensiones. Cuando un padre de dos alumnos cuestionó las cualificaciones del nuevo policía contratado durante una reunión reciente del consejo escolar, el distrito respondió prohibiéndole el acceso a las instalaciones escolares durante dos años.
Una carta firmada por el nuevo superintendente interino, Gary Patterson, calificaba las acciones del padre de perjudiciales y preocupantes.
Además del jefe de la policía escolar, el distrito contrató a tres agentes y espera incorporar a varios más. “Estamos siendo muy cuidadosos y tratando de contratar al tipo adecuado de persona”, aseguró Patterson en una entrevista. “Nuestro Departamento de Policía es el más escudriñado del mundo en estos momentos”.
El edificio de la escuela donde se produjo el tiroteo se encuentra ahora detrás de una valla de alambre, con las ventanas tapiadas, listo para someterse a una demolición programada. El letrero en una esquina del campus se ha convertido en una especie de santuario, visitado por los familiares de las víctimas y los automovilistas que pasan, y los estudiantes fueron enviados a otras escuelas hasta que se pueda construir un nuevo edificio.
Antes del tiroteo, el mural más destacado del centro había sido el que tenía el nombre del pueblo, imágenes de su historia y su pretensión anterior a la fama de Texas como “la capital mundial de la miel”. Ahora, varias calles y callejones están adornados con imponentes imágenes de los alumnos de cuarto grado y sus maestros que fueron asesinados, un recordatorio inevitable de la identidad alterada para siempre de la ciudad.
Desde las primeras horas después del tiroteo, quedó claro que la masacre pondría a prueba la unión de la comunidad. La noche del 24 de mayo, los familiares de las víctimas se habían reunido en un hospital esperando noticias de sus hijos cuando entró la madre del atacante.
Su madre, la abuela del pistolero, había sido la primera víctima, recibió un disparo en la cara antes de que el atacante se dirigiera a la escuela. Desde entonces se ha recuperado.
Arreola, la abuelastra de Amerie Jo Garza, quien fue asesinada, recordó sentirse atónita cuando la madre del pistolero se presentó. “Solo quería que supieran que fue mi hijo quien mató a sus hijos, y lo siento mucho”, recordó Arreola que le dijo.
Cuando Arreola y otros familiares vieron a la mujer en la calle dos meses después, en julio, Arreola se enfureció. “¿Qué razón tenía?” gritó ella, en una escena capturada por un equipo de cámara para la emisora en español Telemundo.
Se podía ver a la madre del pistolero llamando al 911 pidiendo ayuda y también dirigiéndose a los familiares. “Sé que mi hijo fue un cobarde, ¿crees que no lo sé?” ella dijo. “¿Crees que no llevo todo eso conmigo? Lo sé. Y lo siento”.
En una noche reciente, decenas de padres se reunieron para ver los juegos de las Pequeñas Ligas mientras el sol se ponía sobre un parque de la ciudad. Las nubes se deslizaron por encima, entregando una ligera llovizna.
“La vida continúa”, dijo Lupe Leija, quien trabaja en construcción y también forma parte de la junta directiva de la liga. “Pero todavía hay rabia”.
Dijo que su hijo estaba en la escuela primaria Robb durante el tiroteo y se negó a dormir solo durante dos meses después. Ahora, dijo, su hijo y otros venían a los juegos, solo tratando de recuperar la sensación de normalidad. “Mucha gente viene aquí para relajarse”, dijo. “La gente solo quiere sentirse cómoda. Quieren sentir paz”.
Bajo las luces, los árbitros cantan bolas y strikes. Los padres se sientan en sillas plegables o se paran y animan a sus hijos. Según Leija, algunas noches también está Maldonado, el exsargento de la policía estatal. Nadie le presta mucha atención.
“Lo despidieron de su trabajo”, dijo Leija. “¿Qué más quieren?”.
Kirsten Noyes colaboró con la investigación.
Edgar Sandoval es un reportero de la sección Nacional, donde escribe sobre la gente y los lugares del sur de Texas. Antes fue reportero en diarios en Los Ángeles, Pennsylvania y Florida. Es autor de The New Face of Small Town America. @edjsandoval
J. David Goodman es el jefe de la oficina de Houston y cubre Texas. Ha escrito sobre el gobierno, la justicia penal y el papel del dinero en la política para The Times desde 2012.