Cuando un hombre armado abrió fuego en dos aulas en Uvalde, Texas, 19 niños murieron. Dos alumnos de cuarto grado heridos en la masacre todavía tratan de recuperarse.
UVALDE, Texas — Había transcurrido casi un año desde que un hombre armado entró al salón donde Noah Orona y Mayah Zamora cursaban el cuarto grado en Uvalde.
Uno de los 142 disparos que efectuó aquel día en el interior de la escuela atravesó la espalda de Noah, de 10 años, y salió cerca de su omóplato. Mayah recibió siete balazos, en el pecho, el brazo y ambas manos.
Sus dos profesoras murieron aquel día, al igual que la mitad de sus compañeros. Noah sobrevivió al fingir que estaba muerto, desangrándose en el suelo durante más de una hora mientras los agentes de policía esperaban para irrumpir en el aula.
Después, durante los meses de fisioterapia de Noah, Jessica Díaz-Orona mantuvo a su hijo estrictamente alejado de cualquier recuerdo visible del horror. Pero, en su opinión, ya había llegado el momento. Después de llevar a Noah a almorzar en el restaurante que le gustaba en el centro de la ciudad, lo acompañó hasta los enormes murales en honor a los 19 estudiantes y dos profesoras que perdieron la vida. Señaló a tres de las víctimas que él conocía mejor: Tess Mata, Layla Salazar y Alithia Ramírez, todas sonrientes, como ella esperaba que él las recordara.
Noah asintió y se concentró en sus zapatos.
Cuando volvieron a subir a la camioneta, ella le preguntó cómo iban las cosas en su nueva escuela privada y él le enseñó el disfraz de superhéroe que había hecho ese día para un proyecto. Era una máscara morada y una capa con la palabra “¡Zas!”.
“¿Qué superpoder te gustaría tener?”, le preguntó.
Enseguida le dio una respuesta: el poder de crear un mundo alternativo, donde “las cosas malas” nunca ocurrieran. Luego se puso los audífonos y se quedó mirando por la ventanilla el resto del camino de regreso a casa.
Mayah, que ahora tiene 11 años, apenas ha vuelto a Uvalde: sus padres trasladaron a la familia a una hora y media de distancia, a San Antonio, más cerca del hospital donde, operación tras operación, los médicos han intentado extraer los trozos de proyectil que quedaron alojados en su cuerpo.
Ambas familias han visto cómo sus hijos han empezado a recuperarse de manera lenta y sorprendente de la fuerza brutal del rifle AR-15 que les apuntó hace casi un año, un ataque que convirtió a la pequeña ciudad de Uvalde en un símbolo de la escalada de violencia inexplicable que se vive en el país.
Después del ataque, ninguna de las familias reconoce por completo a los niños que ahora tienen.
Los nombres y rostros de los estudiantes que murieron se han hecho familiares, sus padres se han unido a una comunidad cada vez más numerosa de lobistas locales que aparecen en televisión y en audiencias legislativas, reviviendo la tragedia, para exigir leyes más estrictas sobre las armas de fuego.
Mucho menos se ha sabido de los niños que, como Noah y Mayah, lograron sobrevivir.
Ellos han cambiado de formas que solo sus padres pueden ver. Noah rara vez sale de su habitación. Mayah corre a su cuarto o se esconde debajo de la mesa de la cocina cuando alguien llama a la puerta sin previo aviso.
Los avances se han producido en momentos tranquilos y solemnes, tras las puertas de las habitaciones de los hospitales, con lágrimas y abrazos reconfortantes en la cocina y vigilias nocturnas en los dormitorios de los niños que intentan volver a dormir solos.
“Noah no es el mismo niño”, aseguró su padre, Oscar Orona.
La madre de Mayah, Christina Zamora, dijo que era “un milagro” que su hija sobreviviera.
“Estamos felices de que esté aquí con nosotros”, comentó. “Pero esta es una Mayah distinta”.
Una hora bajo asedio
Eran alrededor de las 11:30 a. m. del 24 de mayo; Noah y Mayah y sus compañeros del salón 112 de la escuela primaria Robb habían empezado a ver la película Lilo & Stitch, un regalo en uno de los últimos días de clases. Sus profesoras, Irma García y Eva Mireles, caminaban por la sala, manteniendo a todos en orden.
Los 11 alumnos que estaban cerca, en el salón 111, conectado por una puerta interior sin cerrar, estaban viendo Los locos Addams.
Fue entonces cuando el pistolero, que a pocos días de cumplir 18 años había comprado dos rifles AR-15 y más de 1700 cartuchos de balas huecas de 5,56 milímetros, irrumpió desde el pasillo y descargó una ráfaga de disparos en ambas aulas.
Mientras Noah se hacía el muerto, Mayah yacía desangrándose junto a una niña que llamó al 911, más de una vez, cuando el tirador entraba a zancadas en el aula contigua. Al escuchar las voces de los oficiales, Mayah le susurró a otra niña herida a su lado: de seguro el rescate ya estaba en camino. Mireles estaba malherida, pero consiguió llamar a su esposo, un agente de policía del distrito escolar que se encontraba afuera de la escuela. Pidió ayuda.
Pero la ayuda tardó en llegar. Reacios a ingresar a las aulas antes de que llegara un equipo táctico con más protección, los agentes de policía esperaron 77 minutos antes de entrar corriendo y matar al pistolero. Cuando todo terminó, García había muerto. Mireles, que había utilizado su cuerpo para intentar proteger a Noah y a algunos otros alumnos, estaba herida de muerte. También lo estaba la niña a la que Mayah había intentado animar. El profesor del salón 111, Arnulfo Reyes, que había dicho a sus alumnos que se metieran debajo de sus pupitres y actuaran “como que están dormidos”, salió herido. Todos sus alumnos murieron. De los 17 alumnos del aula 112, ocho murieron.
Los Orona recuerdan haber regresado corriendo a la escuela cuando escucharon el informe de un tirador activo. Tan pronto como salió de su camioneta, Orona, el padre, se sintió abrumado por el hedor a pólvora en el aire.
Orona no pudo llegar hasta el salón de su hijo. Noah había estado llorando histéricamente cuando el equipo táctico finalmente entró, según mostraron más tarde las imágenes de video, pero en el momento en que fue cargado hacia una ambulancia, se había callado, dijo Díaz-Orona. “No ha vuelto a llorar desde entonces”.
En el primer hospital al que lo llevaron, en Uvalde, Noah se disculpó porque su ropa estaba cubierta de sangre y había perdido un par de anteojos. Orona se inclinó para darle un beso tranquilizador en la cabeza. “Le dije que estaba muy orgulloso de él por ser tan valiente”, dijo.
Luego fue trasladado en helicóptero a un hospital más grande, en San Antonio. Los médicos dijeron que la bala que atravesó la parte superior del torso de Noah no había tocado ningún órgano vital. Orona había supuesto que la herida sería del tamaño de una bala; no estaba preparado para el gran agujero que vio en la espalda de su hijo, rodeado de tejido gravemente destrozado. “Es horrible que esas armas causen tanto daño”, dijo.
En otro helicóptero, un equipo médico móvil le administró dos unidades de sangre a Mayah, quien recibió cuatro más en el hospital.
Ronald Stewart, cirujano traumatólogo en jefe del Hospital Universitario de San Antonio que la trató, había visto este tipo de lesiones extremas cinco años antes, cuando un hombre armado con otro rifle AR-15 mató a 26 personas e hirió a otras 22 en una iglesia de la cercana localidad de Sutherland Springs, Texas.
“La clase de armas de fuego AR-15 está diseñada específicamente para infligir el máximo daño a múltiples personas, particularmente a distancias cortas o medias”, dijo Stewart.
A diferencia de una pistola normal, que puede proyectar una bala contra un brazo o el pecho, un fusil AR-15 dispara a tal velocidad que las balas crean una onda de presión que abre una cavidad en el cuerpo que destruye tejidos y órganos internos a su paso.
Los médicos intubaron a Mayah y empezaron la primera de las 60 severas intervenciones quirúrgicas a las que fue sometida: una cirugía reconstructiva para reparar su mano derecha, que estaba casi totalmente desgarrada; injertos de piel para cubrir la carne arrancada; incisiones para extirpar tejido muerto y los fragmentos de bala alojados cerca de las heridas.
En junio, su estado pasó de crítico a regular y pudo empezar la fisioterapia. Todavía no era capaz de caminar ni moverse como antes, pero pasaba seis horas al día trabajando para recuperar el movimiento de las piernas y las manos.
Tenía dificultades para sentirse normal, dijo Zamora. Un día en el hospital, Mayah pidió uñas postizas. No, le dijo su madre. Su mano derecha todavía estaba llena de cicatrices e hinchada, y las uñas se interpondrían en los ejercicios que necesitaba hacer.
“Lloró y se enojaba”, dijo Zamora.
A fines de julio, por fin la dieron de alta del hospital; decenas de miembros del personal médico la despidieron en el pasillo, aplaudiendo y coreando su nombre mientras Mayah salía en pantalones cortos y una camiseta rosa, repartiendo flores a quienes la cuidaron.
Fue “increíble y hermoso”, narró Stewart, retirándose las lágrimas del rostro mientras relataba la historia. “El primer paso en la misión”.
El regreso a casa
Semanas después, en casa, vestida con pantalones deportivos y una sudadera con capucha, Mayah presumía sus puntiagudas uñas acrílicas blancas a su madre y a su hermano mayor, Zach, de 12 años.
Zamora y su esposo, Rubén, habían rentado una modesta casa amueblada de una sola planta en una tranquila calle de San Antonio. La decoraron con pinturas de Mayah, lienzos de bosques, pinos, arcoíris y corazones en casi todas las paredes.
Pero incluso allí, los ruidos fuertes a veces aterrorizan a Mayah. Se despierta llorando a causa de las pesadillas y algunas veces corre a la habitación de su hermano.
Como tenía miedo de ir a la escuela, su madre decidió educar a los dos niños en casa, y ha seguido llevando a su hija a sesiones de terapia física y psicológica.
Al principio, ambos hermanos se retiraban a sus rincones de la casa, Zach no sabía cómo actuar con su hermana. Pero ahora, los dos han empezado a discutir de nuevo. Zamora les grita que se comporten, pero en secreto le gusta que interactúen como antes.
“Odio a sus amigos”, se quejó Mayah, cruzando los brazos para dejarlo claro. No le gusta que los niños sean tan ruidosos cuando juegan videojuegos, dijo. Zach se encogió de hombros y volvió a su habitación.
A Mayah le gusta pasar tiempo en su teléfono, compartiendo fragmentos de su vida con amigos cercanos en las redes sociales: selfis sonrientes, videos de sus bailes. Ella imagina una vida en las artes, ser pintora o tal vez cantante. “Quiero ser famosa y caminar por la alfombra roja”, dijo.
Para ayudarla a aprender a ser responsable, sus padres le permitieron tener un perro, un caniche suizo negro llamado Rocky. Los dos se han vuelto inseparables y duermen en la misma cama. En un calendario en la sala de estar, Mayah maniobra un marcador negro con sus uñas nuevas y marca los próximos hitos. 13 de febrero, “Última vacuna de Rocky”. 22 de febrero, “¡Felices 4 meses, Rocky!, con una cara sonriente.
Zamora tiene dificultades con saber cómo ser madre. Al principio, regañar a su hija le resultaba insoportable. Pero luego decidió que cierta medida de normalidad era buena para ella. “Tenía que volver a ser su madre, ¿sabes?”.
Una tarde, después de otro largo día de citas médicas, la familia se sentó a la mesa de la cocina y discutieron qué hacer para la cena. Mayah saltó y se dirigió a la cocina. “Mami, quiero hacer un batido de naranja”, dijo.
Zamora fue detrás suyo. “¿Sabes lo que escucho? ‘Mami, voy a hacer un desorden”.
De lo que casi nunca hablan es de lo que pasó ese día en la escuela.
Pero en febrero, los padres de una de las compañeras de Mayah, Tess Mata, los invitaron a celebrar el que habría sido el undécimo cumpleaños de Tess. Iba a ser donde estaba Tess, en el cementerio de Uvalde.
Mayah y Noah no se han visto desde el tiroteo. Parte del grupo del aula 112 se juntó durante el verano para una foto, y se ha hablado de recaudar dinero para que algunos de los sobrevivientes hagan un viaje a Disneylandia.
Los Zamora lo pensaron mucho antes de ir a la ceremonia en el cementerio.
Uvalde es donde ellos se conocieron cuando eran adolescentes, donde Zamora siempre había planeado formar su familia. Ahora, cada vez que estaban cerca de la ciudad y veían una señal de tráfico de Uvalde, se les encogía el corazón.
Al final, decidieron asistir esta vez a la celebración.
En un día cálido y soleado, se unieron a otros asistentes reunidos en torno a la parcela funeraria de Tess, la mayoría con camisetas negras con fotos de la niña y soltaron globos morados al aire. Mayah vio las tumbas en silencio y se dio cuenta de que no había ninguna para otra de sus amigas, Maite Rodríguez. Se inclinó hacia la madre de Tess, Verónica Mata. “¿Dónde está Maite?”, preguntó.
Mata le explicó que la familia había decidido incinerarla. Todavía perpleja, Mayah preguntó a su madre dónde estaban las cenizas de Maite. “A veces los padres quieren conservar las cenizas en casa, para estar más cerca de ellos”, susurró Zamora.
Mayah asintió y se quedó callada.
‘Nuestro pequeño héroe’
Los Orona también consideraron marcharse de Uvalde, el único lugar que ha sido su hogar. Pero decidieron quedarse. Al menos en Uvalde, razonó Orona, la gente entendería lo que había vivido su hijo y la razón por la que a veces actuaba diferente a otros niños.
Noah solo pasó una semana en el hospital. Sin embargo, después tuvo que hacer ocho meses de fisioterapia: agotadoras sesiones en un simulador de escaleras para aumentar su resistencia; una máquina de press de hombros para recuperar la fuerza de la parte superior del cuerpo. Díaz-Orona dice que a veces contenía las lágrimas cuando su hijo le pedía ayuda. “Mamá, me duele mucho”, le decía señalándose el hombro. Pero ella lo motivaba con delicadeza a seguir adelante. “Nunca se rindió”, dijo. “Es nuestro pequeño héroe”.
Poco a poco, Noah recuperó casi por completo el movimiento de sus extremidades y empezó a asistir a sesiones de terapia psicológica una vez a la semana. Intentaron llevarlo al centro comercial o al cine, y Noah se esforzaba por ser más sociable; luego, de repente, se volvía retraído, abrumado por las multitudes y los ruidos fuertes.
Cuando empezaron las clases en septiembre, Noah les dijo a sus padres que no se sentía seguro de volver con sus antiguos compañeros en la escuela pública en otra parte de la ciudad a la que habían transferido a los alumnos de la primaria Robb. Por eso, lo matricularon en la escuela católica del Sagrado Corazón y se inscribió en el equipo juvenil de baloncesto. “No logra muchas canastas”, dice su madre. “Solo queremos verlo tratar de ser un niño normal”.
Cuando le preguntaron cuál había sido la mayor dificultad durante este último año, Noah bajó la mirada. “El tiroteo”, dijo en voz baja. Y después: “La terapia”.
Los Orona se han esforzado por imaginar lo que sucedió en el salón de clases ese día, reacios a presionar a su hijo para que lo reviva. Noah le ha dicho poco a su padre y ha compartido con su madre solo los recuerdos de su maestra, Mireles, y cómo ella se interpuso entre él y el pistolero para tratar de protegerlo.
“Siento que cuando y si está listo, estaré más que encantado de escucharlo”, dijo Orona.
En casa, Noah se siente más seguro en su habitación, que está decorada con fotos familiares, figuritas de cómics y arte mural de Pac-Man y King Kong. Juega videojuegos para pasar el tiempo. Hace poco, se sentó en su escritorio y dibujó con cuidado una figura del Hombre Araña, su superhéroe favorito.
Dice que en ocasiones se ve como el alter ego del héroe, Peter Parker, un niño que, como él, lleva gafas de montura oscura y a veces se siente como un extraño. “Es tímido, pero luego se convierte en un superhéroe genial”, explicó Noah en voz baja mientras dibujaba las marcas de telaraña en la máscara y los ojos ovalados. “Ojalá tuviera sus superpoderes”.
Noah a veces se pierde en sus pensamientos cuando está en su habitación, dicen sus padres, y tienen que anunciarse antes de entrar, o se sobresalta. Tienen que mantener la puerta abierta. Si pasan unos minutos sin escuchar las voces de sus padres, Noah los busca.
“Si voy al patio, tengo que decirle: ‘Voy fuera. Mamá está en la habitación’”, dice Orona. “Necesita saber dónde estamos en todo momento”.
Todas las noches, su padre lo acuesta con un beso en la frente y enciende una luz nocturna con la forma de un fantasma azul de Pac-Man.
A veces, se sienten abrumados. Se preguntan si se están haciendo demasiado mayores para ofrecerle a su hijo la ayuda que probablemente necesitará durante toda su vida.
Cada uno de ellos ya tenía hijos adolescentes de relaciones anteriores cuando se conocieron, y cuando tuvieron a Noah, eran mayores que la mayoría de los padres; Orona cumplirá 60 años este año y su esposa es ocho años menor. Díaz-Orona tuvo a Noah cinco meses después de que su hija adulta tuviera su propio hijo. Ahora, cuando Orona va a las reuniones escolares, siente que los otros padres podrían ser sus sobrinos. “¿Quién lo cuidará si ya no estamos?”, él se pregunta.
Por estos días, a Noah le interesa hablar del futuro. Le gustaría ser higienista dental o veterinario, afirmó.
Se ha esforzado por enfrentar lo ocurrido a su manera. Durante meses, evitó ir a la plaza de Uvalde, donde la gente se reúne a diario para mostrar sus respetos ante los murales y las 21 cruces blancas de madera por cada una de las víctimas.
Aquel día de principios de año, cuando finalmente fueron allí, Noah contempló en silencio las imágenes de sus amigos. Después se arrodilló durante varios minutos pensativo ante una cruz adornada con flores y fotos de Mireles.
Cuando regresó a su casa, y llegó la hora de salir para el entrenamiento de baloncesto, encestó unas cuantas canastas en un aro que su padre acababa de instalar afuera de la residencia. Díaz-Orona miró el reloj. Ya llevaban 45 minutos de retraso, pero decidió no decir nada, observando cómo su hijo lanzaba la pelota a la red: una, dos, tres veces, hasta que entró en el aro.
Edgar Sandoval es un reportero de la sección Nacional, donde escribe sobre la gente y los lugares del sur de Texas. Antes fue reportero en diarios en Los Ángeles, Pennsylvania y Florida. Es autor de The New Face of Small Town America. @edjsandoval