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Un experimento centenario y radical de atención a la salud mental

GEEL, Bélgica — En sus 53 años de vida, a Iosif lo ha caracterizado un doloroso ciclo: experiencias traumáticas, crisis mentales y reclusiones en hospitales psiquiátricos.

Desde su natal Rumania hasta un intento fallido de solicitud de asilo en Bélgica y después un divorcio y dificultades económicas, la enfermedad de Iosif ha exacerbado crisis de su vida que casi siempre se han salido de control.

Sin embargo, sentado a la mesa del comedor por cuyas puertas de cristal se ve el bosque, parecía tranquilo.

Hablaba acerca de sus labores cotidianas (alimentar al burro, lavar los trastes), sus pasatiempos preferidos (leer la Biblia, ir de compras), sus preocupaciones (olvidarse de tomar las pastillas, gastar más de la cuenta).

En la sala de estar, los sonidos de los dibujos animados llenaban el ambiente. Etty, de 71 años, y Luc Hayen, de 75, estaban fascinados viendo un programa infantil de un ratón en una descabellada aventura. En un sofá color crema había un gato acurrucado.

Todos ellos viven con Ann Peetermans, una cosmetóloga de 47 años, y su hijo adolescente, gracias a un acuerdo a largo plazo mediante el cual personas con enfermedades mentales se mudan con familias de la localidad.

Se trata de un tipo de atención psiquiátrica que, de acuerdo con los archivos, ha existido en Geel desde el siglo XIII. A mediados del siglo XIV, los lugareños empezaron a construir una iglesia para Santa Dimpna, la santa patrona de los enfermos mentales, y la llegada de peregrinos a Geel no se hizo esperar. Se alojaban en las granjas de los campesinos de la localidad, donde trabajaban la tierra al lado de sus nuevas familias.

Tanto la iglesia como esa tradición siguen en pie.

Para finales del siglo XIX, casi 2000 huéspedes vivían con los habitantes de Geel. En la actualidad, este pueblo de 41.000 habitantes en Flandes, la región de Bélgica donde se habla neerlandés, alberga 120 huéspedes en las casas de los lugareños.

Eso ha convertido a Geel tanto en un modelo de un prototipo diferente de tratamiento psiquiátrico como en un caso atípico, el cual ha tendido a generar desconfianza a lo largo de los siglos (hasta The New York Times en un titular del 23 de marzo de 1891 describió a Geel como “una colonia donde los lunáticos viven con los campesinos” que había “sido causante de sufrimiento y resultados nocivos”).

Esa desconfianza no hizo más que aumentar cuando el modelo de Geel chocó con la psiquiatría, un campo de la medicina que estaba en constante desarrollo. Sin embargo, en épocas más recientes, la ciudad ha sido reconsiderada como el símbolo de una alternativa compasiva al abandono o la reclusión que se destina en otros lugares para quienes padecen alguna enfermedad mental.

“Siempre ha habido polémica con respecto a cómo se debe tratar a las personas ‘excéntricas’ o ‘trastornadas’”, escribió en 2007 el destacado neurólogo Oliver Sacks en su prólogo al libro Geel Revisited, un estudio en el que participaron 19 huéspedes a lo largo de varias décadas.

“¿Se les debe tratar como personas enfermas y tal vez peligrosas que deben estar recluidas en instituciones psiquiátricas?”, escribió Sacks, fallecido en 2015. “¿O tal vez también tenga éxito un enfoque más humano y social que intente reintegrarlas a una familia y a la vida de la comunidad, a una vida de amor y trabajo?”.

Para Sacks, quien había visitado Geel, la respuesta era aceptar la enfermedad mental como una particularidad individual y no como una discapacidad estigmatizante.

Sacks concluyó que Geel es la prueba de que “incluso quienes podrían parecer enfermos incurables tienen la posibilidad de vivir una vida plena y digna, con amor y seguridad”.

Cuando Peetermans era niña en Geel, su tía hospedaba personas con enfermedades mentales. Eso era algo normal para los lugareños, comentó.

Hace siete años, cuando pensó en formar parte de esta tradición centenaria, no era una cuestión de si recibiría huéspedes en su casa recién remodelada, sino de cuántos recibiría.

“Creo que si pudiera tener cuatro, querría hacerlo, pero tres es la cantidad máxima que puede haber en una familia”, explicó. “Me gusta que haya mucha gente a mi alrededor”.

Para Hayen, este es el tercer hogar de acogida en casi 30 años, y dice que se lleva bien con los demás huéspedes, Etty (“una buena mujer”) y Iosif (“todo un caballero”).

“Aquí tengo una vida increíble”, dijo Hayen con entusiasmo. “Porque lo que yo busco es libertad, al igual que casi todo el mundo”.

Nos contó que lo siguiente que quería hacer era conseguir una bicicleta usada para ir al centro de actividades que está junto al hospital psiquiátrico, donde disfruta sus pasatiempos entre semana.

El Times está identificando y fotografiando a los huéspedes y a sus familias de acogida según sus deseos y, durante este reportaje, un psicólogo acompañó a los periodistas del Times.

Desde la década de 1860, Geel ha tenido su propio hospital psiquiátrico estatal, el cual es el eje y la red de seguridad de este programa.

Wilfried Bogaerts, uno de los psicólogos principales de ahí, señaló que encontrar pacientes para el programa de hogares de acogida no tenía que ver tanto con su diagnóstico, sino más bien con qué tan estables eran sus trastornos. Entre los huéspedes hay personas con esquizofrenia u otros tipos de psicosis grave, pero que siguen un tratamiento y son capaces de ser funcionales dentro de una familia.

Se realiza un emparejamiento de los posibles huéspedes con familias que ya han sido evaluadas y cuyos hogares han sido aprobados para hospedar a alguien.

A las familias de acogida nunca se les revela el diagnóstico, a menos que el huésped quiera compartirlo. Los trabajadores sociales se enfocan más bien en preparar a las familias para el tipo de comportamientos que deben esperar, el régimen de medicación y las señales de alerta que deben notificar de inmediato.

Algo fundamental para la confianza en este acuerdo es que hay trabajadores sociales disponibles las 24 horas del día en el hospital cercano.

“El cuidado en hogares de acogida es un tratamiento psiquiátrico, lo cual implica que todo el personal que se puede encontrar en un hospital psiquiátrico típico participa en el tratamiento del hogar de acogida”, señaló Bogaerts.

El gobierno de Bélgica les proporciona a las familias de acogida una remuneración de 23 a 28 euros (25-30 dólares) al día por cada huésped, cantidad que, a decir de todos, no es suficiente.

Además, el programa se ha estado reduciendo de manera constante en los últimos años, pero tanto la comunidad local como el hospital están tratando de revertir esa tendencia. Hace poco, Bélgica presentó una solicitud para que la UNESCO, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, reconozca el programa de hogares de acogida de Geel como un “patrimonio cultural intangible”. Los responsables del programa también han puesto en marcha una campaña publicitaria para que más familias quieran ofrecer hogares de acogida.

“Creo que es importante que mis nietos, por ejemplo, aprendan a vivir con personas que sufren esos trastornos”, comentó Greet Vandeperre, de 66 años, quien encabeza un grupo comunitario que representa a las familias de acogida, a los huéspedes, al hospital, al pueblo y a la policía.

Para muchos, los huéspedes se convierten en familia. Los nietos pequeños de Ingrid Daems y Hugo Vanopstal conocen a Janina Bak, la huésped de sus abuelos durante 18 años, solo como “tía Nina”. No están seguros de cómo están emparentados exactamente, pero en visitas semanales a lo largo de sus vidas, se han sentado en su regazo, comido con ella y celebrado con ella.

Cuando Bak se enfermó gravemente con un problema hepático, pasó nueve semanas en coma y un total de cuatro meses en el hospital, Daems estuvo allí para ayudarla a superarlo y darle la bienvenida de regreso a casa.

“Ella es mi ángel guardián”, dijo.

La trayectoria de varias décadas que Vandeperre ha tenido en el cuerpo de policía de Geel le otorga una visión acerca de las preguntas que surgen con frecuencia a partir de la experiencia del pueblo: ¿es seguro este enfoque?, y ¿el modelo de Geel solo puede existir en Geel?

Es común que las autoridades de Geel se encuentren con huéspedes que se comportan de manera extraña en público o que incluso no respetan la ley, comentó Vandeperre. Pero gracias a la cultura de los hogares de acogida de este pueblo, saben cómo calmar estas situaciones y llamar de inmediato al hospital psiquiátrico.

Este enfoque se diferencia del de Estados Unidos y otros lugares, donde es posible que lo primero que se haga sea llamar a las fuerzas del orden cuando alguien está teniendo una crisis de salud mental. En muchas situaciones en las que participan policías con un entrenamiento inadecuado, los resultados pueden ser violentos e incluso letales.

Ellen Baxter, por ejemplo, cree que se pueden replicar los elementos fundamentales del modelo de Geel y ha pasado los últimos 35 años de su vida tratando de recrearlos en Nueva York.

En 1975, Baxter, fundadora y directora de Broadway Housing Communities, una organización neoyorquina de beneficencia en el tema de la vivienda, estaba recién egresada de la licenciatura en psicología cuando, impaciente por saber más sobre el programa de familias de acogida, se fue un año a vivir a Geel. Regresó a Nueva York y comenzó a recabar fondos para construir edificios donde las personas con trastornos psiquiátricos pudieran vivir dentro de una comunidad.

El desarrollo más reciente, en el vecindario Sugar Hill de Harlem, es el que ella cree que se asemeja más a un “Geel vertical”. Este alberga familias y adultos solteros, algunos de los cuales viven con enfermedades mentales y muchos otros que no las padecen. Este complejo cuenta con un centro de cuidado diurno y un museo que atrae a quienes no viven en él. Ahí todos se conocen.

“Se requieren dos elementos: un buen diseño y tiempo”, puntualizó Baxter en una entrevista.

“La vida tiene que ver más con el pragmatismo de la cotidianeidad: hay contratiempos, hay gente que fallece y niños que nacen”, añadió. “La proximidad de la experiencia dentro de una comunidad hace que los valores afloren, que no abandonemos a los ancianos ni a los enfermos mentales ni a los discapacitados”.

Bogaerts, el psicólogo, recuerda que la policía fue llamada solo dos veces para resolver problemas importantes relacionados con los internos en Geel durante las dos décadas.

Pero los incidentes ocurren.

“Algunos días son un poco más fáciles que otros”, dijo Peetermans.

Liliane Peeters, de 63 años, y su esposo, Jozef Vleugels, de 65, habían estado albergando a un huésped durante 11 años cuando decidieron acoger a una segunda persona.

Como una madre cuyos hijos ya no vivían en casa y que se había jubilado recientemente, Peeters sintió que su hogar tenía espacio para uno más. Después de algunos ajustes menores, como averiguar que el nuevo huésped tenía problemas para hacer sándwiches, las cosas parecieron calmarse.

“Quería asumir ese cuidado, tengo eso en algún lugar dentro de mí”, dijo. “De hecho, quería a alguien para quien pudiera hacer los sándwiches”.

Un problema era que el baño estaba en un piso diferente al dormitorio del huésped, al pie de unas escaleras empinadas, y por la noche, Peeters le pidió que no lo usara para evitar caídas.

Una mañana, se despertó y encontró al huésped en crisis después de haber defecado en el piso del dormitorio. Peeters consiguió guantes y un cepillo. Un asistente social la ayudó. El huésped regresó al hospital.

“Hay límites en la atención que las personas pueden dar y darán”, dijo Bogaerts, el psicólogo. “Si pasan cosas así, si alguien ya lleva 10, 15 años o más viviendo en una familia de acogida, entonces logrará encontrar una solución”. Agregó: “Pero si sucede al principio, es demasiado”.

Otros episodios son menos conflictivos, pero profundamente desgarradores.

Cuando Peetermans, quien hoy acoge a Iosif, Etty y Hayen, era niña, a menudo veía a un hombre llamado Robert, un huésped que vivía con una familia en su calle, cortando rosas.

Años más tarde, cuando la familia adoptiva de Robert envejeció, Peetermans decidió acogerlo. Robert se convirtió en un hermano mayor para su hijo.

Llevaba viviendo con ellos siete años cuando, durante la pandemia, su estado empeoró. En septiembre pasado se mudó al hospital psiquiátrico, donde ahora lo visita regularmente.

Peetermans se derrumbó al contar la historia.

Cuando se le preguntó cuál era la parte más difícil de brindar acogida en su hogar, no dudó.

“Si tienen que irse, eso es lo más difícil”, dijo.

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