Desde hace tiempo, Colombia, uno de los principales productores de cocaína en el mundo, ha sido un socio clave en la fallida guerra contra las drogas de Estados Unidos. Sin embargo, Gustavo Petro, quien acaba de llegar a la presidencia, ha cumplido una promesa de campaña para llevar al país hacia una dirección distinta. El mes pasado, Petro anunció que iba a terminar la erradicación forzada de la coca e iba a apoyar una ley para despenalizar y regular la venta de cocaína en un esfuerzo por debilitar los mercados ilícitos y el beneficio económico que los impulsa.
Aquí en Estados Unidos, el gobierno de Joe Biden también ha dado señales de un giro importante. En abril, Rahul Gupta, director de la Oficina de la Política Nacional de Control de Drogas, presentó una nueva estrategia que destina recursos federales a servicios de reducción de daños. El objetivo es evitar muertes por sobredosis de opioides al aumentar el acceso a tratamientos médicos y programas de recuperación de adicciones, así como promover alternativas para el encarcelamiento por delitos menores relacionados con las drogas.
Esta nueva estrategia reconoce que la manera en la que hemos enfrentado el problema de las drogas en Estados Unidos no ha funcionado. Pero también los esfuerzos que encabeza el país para controlar las drogas a nivel internacional han sido un fracaso abrumador: han contribuido a la violencia, el deterioro y el desplazamiento en lugares como Colombia, que son exportadores de cocaína. También han impulsado el auge de los opioides sintéticos, como el fentanilo, que están provocando sobredosis aquí. Las nuevas políticas nacionales proactivas del gobierno de Biden son un paso en la dirección correcta, pero el presidente debe ir más allá y terminar la guerra mundial contra las drogas.
En la década de 1980, Estados Unidos comenzó a trabajar de cerca con la Policía Nacional de Colombia en el desarrollo de estrategias para reducir la producción y el tráfico ilegal de drogas, incluidas la erradicación de los campos de coca y la intercepción de narcotraficantes. Luego, en 1999, el presidente Bill Clinton convirtió en ley el Plan Colombia, cuando escalaron la violencia y el tráfico de drogas y aumentó la inquietud en torno a una influencia de las guerrillas. El plan buscaba estabilizar a la nación y debilitar la producción de drogas, entre otras cosas. No obstante, la medida militarizada no pudo acabar con la producción de cocaína.
El Plan Colombia también ha cobrado una cantidad asombrosa de vidas humanas. La Comisión de la Verdad creada en 2016 como parte de ese acuerdo de paz en el país entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia acaba de revelar que la guerra contra el tráfico de drogas dejó más de nueve millones de víctimas, una gran mayoría de las cuales eran civiles. Más de 450.000 personas murieron, 121.768 desaparecieron, miles fueron secuestradas, violadas o torturadas y millones fueron desplazadas. La comisión instó a Colombia y Estados Unidos a avanzar hacia la regulación legal de las drogas.
Mientras tanto, la crisis de sobredosis en Estados Unidos mató a más de 107.000 personas tan solo el año pasado, una aceleración significativa de una tendencia mortal que ha cobrado casi un millón de vidas en las últimas dos décadas. Gupta —el primer médico en ostentar el cargo de zar de las drogas— conoce el impacto de esta crisis de primera mano: ha sido comisionado de salud en Virginia Occidental, el estado con la tasa de mortalidad más alta por sobredosis.
Aunque un lugar como Virginia Occidental pueda parecer lejano de las selvas de Colombia o las montañas de México, todos están conectados por la política estadounidense del control de drogas. Las medidas prohibitivas en el extranjero no solo han sido un fracaso para impedir el flujo de drogas, sino que también han sido un detonador clave para la creación de innovaciones mortales en el suministro de drogas aquí, en Estados Unidos.
Aunque la erradicación forzada puede disminuir el suministro de cosechas de droga de manera temporal en un lugar particular, hay estudios que demuestran que estas reducciones siempre son temporales. De hecho, desde hace tiempo los expertos han reconocido que las medidas severas en un lugar solo crean un “efecto globo”, según el cual la producción y el tráfico cambian de lugar. Los agricultores mueven la producción a sitios con menos escrutinio y los traficantes se mudan a nuevos territorios, como lo hemos visto en el cambio de Colombia a México y Centroamérica en años recientes.
Además, perseguir a los capos de alto perfil solo divide a las organizaciones narcotraficantes en nuevas facciones y esto aumenta la competencia y la violencia en los países productores de drogas. Como resultado, los traficantes son arrinconados a zonas cada vez más remotas y a menudo frágiles a nivel ecológico, lo cual tiene efectos ambientales devastadores que contribuyen al desplazamiento.
Y, tal vez lo más importante, las medidas militarizadas para controlar el origen del producto y el aumento de esfuerzos de seguridad fronteriza en realidad crean incentivos para que los traficantes busquen nuevas fuentes de ingresos que sean más fáciles de producir y transportar, como lo hemos visto durante décadas: desde el cannabis, la cocaína y la heroína hasta las metanfetaminas y actualmente los opioides sintéticos como el fentanilo. Esto, más una ofensiva bien documentada contra un exceso de analgésicos recetados en Estados Unidos, ha provocado una explosión en el suministro de fentanilo que está impulsando nuestra crisis de sobredosis.
A fin de cuentas, más de cuatro décadas de guerra mundial contra las drogas encabezada por Estados Unidos no solo no redujeron el suministro de sustancias ilícitas, sino que en realidad las volvió más peligrosas. Un informe reciente de la ONU reveló que el consumo de drogas en el mundo aumentó un 26 por ciento en comparación con una década atrás. Otro estudio de la Administración de Control de Drogas confirmó que, a pesar de las décadas que llevan implementadas estas medidas para controlar el origen de los narcóticos, los precios de las drogas se mantienen constantes, la pureza y la potencia siguen siendo altas, las drogas siguen estando muy disponibles y los casos de sobredosis están aumentado.
“Es hora de una nueva convención internacional que acepte que la guerra contra las drogas ha fracasado rotundamente”, dijo el presidente Petro durante su discurso de posesión, haciendo eco de un argumento que han realizado otros líderes latinoamericanos en años recientes. Promover políticas que promuevan la violencia en otros países no hará nada por revertir la tendencia de un suministro cada vez menos seguro de drogas en Estados Unidos.
El gobierno de Biden ha tomado medidas clave para abordar nuestros fracasos en casa, pero, para encontrar un éxito perdurable, también debe terminar la guerra contra las drogas en el extranjero.
Christy Thornton es profesora adjunta de Sociología y Estudios Latinoamericanos en la Universidad Johns Hopkins.