“Podemos hacerlo”, afirmó Maksim.
Tenía un bote de casi 4,8 metros de eslora, un tipo de embarcación más adecuada para pescar en las mansas aguas de la bahía de Kresta. Este viaje los llevaría mucho más lejos: cerca de 483 kilómetros a través de la costa rusa, y luego a mares más turbulentos. Decidieron que esta era su mejor opción, siempre y cuando el tiempo otoñal, a menudo gélido tan al norte, se mantuviera en calma, y siempre y cuando la patrulla fronteriza rusa no los descubriera.
Los riesgos estaban claros. Cabía la posibilidad de que no sobrevivieran. Pero para ellos era un riesgo que valía la pena correr.
Un viaje de ‘pesca’
A los hombres les quedaba poco tiempo.
Con el sol cada vez más bajo en el horizonte, las temperaturas no dejaban de descender y pronto estarían muy por debajo del punto de congelación, demasiado frío para sobrevivir a una travesía por mar. Ya se vislumbraban tormentas que podrían hacer zozobrar su embarcación. Y los equipos de alistamiento militar seguían rondando por la ciudad.
Para el final del día, un lunes de septiembre, los hombres tenían un plan para partir hacia el fin de semana, en cuanto el tiempo ofreciera un periodo de calma. Juntaron su dinero para comprar varios cientos de litros de combustible y llenaron bidones naranjas que empujaban el casco verde oscuro del barco más profundamente en el agua.
Reunieron ropa y material de campamento, café y cigarrillos. Empacaron agua, pollo, huevos, salchichas, pan y papas. Cargaron la unidad GPS y sus teléfonos para navegar por la ruta.
Los padres y hermanos de Maksim —indígenas chukchi— estaban de vacaciones fuera de casa cuando él y Sergei decidieron partir y, con la esperanza de mantener su huida en secreto, decidió no compartir sus planes con ellos. Sergei, de 51 años, dejaba atrás amigos y un negocio de transportes. En Rusia están su madre y sus dos hijas.