El enorme cráter, excavado por un misil ruso e inundado de agua, abría un camino irregular en medio de una calle de la ciudad. Al pequeño grupo de adolescentes que pasaba por allí le causó gracia.
“Mira, es nuestro estanque local”, dijo Denys, de 15 años. “Podríamos echarnos un clavado y nadar”.
Con sus sudaderas holgadas y sus mochilas colgadas de un hombro, los jóvenes caminan por las calles de Slóviansk, una ciudad del frente de batalla en el este de Ucrania, a falta de otra cosa que hacer en una tarde de primavera.
Pasan junto a soldados en uniforme de combate, que llevan fusiles y se dirigen a las trincheras a unos 30 kilómetros de distancia, y ven pasar camiones militares que levantan nubes de polvo. Viven su adolescencia en un patrón de espera debido a la guerra que azota su entorno: sin bailes ni ceremonias de graduación, cines, fiestas ni deportes.
La invasión rusa de Ucrania ha causado enormes daños directos, al matar a decenas de miles de personas y obligar a millones de ucranianos a abandonar sus hogares. Pero la guerra también ha cobrado otra víctima: las experiencias típicas de la adolescencia, como sucede con los jóvenes de Slóviansk, que viven cerca de las zonas de combate y pasan el tiempo en ciudades asoladas donde los cohetes llegan con frecuencia.
“Ojalá tuviera una vida ordinaria”, dijo un joven de 16 años llamado Mykyta.
Cuenta que sus días se han reducido a salir a caminar con sus amigos y jugar videojuegos en su habitación. “Estudiamos toda esta ciudad, conocemos cada rincón”, dijo Mykyta. “Ya no es tan divertida”.
Deambulando por la ciudad una tarde reciente, media decena de adolescentes dijeron que la mayoría de las veces se enfrentaban a las dificultades de la guerra y al terror de los ataques rusos con humor, burlándose de todo lo que les rodeaba, incluso unos de otros. Debido a su edad, solo se les identifica por su nombre de pila.
Slóviansk, una pequeña ciudad situada en una encrucijada que fue ocupada brevemente por fuerzas aliadas rusas en 2014, volvió a sufrir los efectos de la guerra tras la invasión a gran escala del año pasado. Los frentes de batalla se acercaron y los ataques de artillería comenzaron a golpear la ciudad. Se la considera un próximo objetivo probable si Rusia captura Bajmut, su vecina al este.
Sin embargo, muchos adolescentes siguen en la ciudad a pesar del peligro; sus padres permanecen en ella por motivos laborales o porque se resisten a abandonar sus hogares y vivir como refugiados. El último día de los jóvenes en las aulas fue el 23 de febrero de 2022, un día antes de la invasión rusa. Las autoridades cancelaron todas las actividades organizadas para los jóvenes, por temor a que un cohete impactara en una multitud.
Rusia bombardea Slóviansk casi una vez a la semana, posiblemente apuntando a los miles de soldados acuartelados aquí. Regularmente mueren uno o dos residentes durante estas ofensivas, aunque un ataque el mes pasado mató a 11 civiles mientras dormían.
Cuando las explosiones resuenan en las calles, los adolescentes se tiran al suelo para protegerse, no sea que algún proyectil caiga cerca y envíe metralla sibilante hacia ellos.
Luego empiezan las bromas.
“¡Nada más no nos disparen!”, bromean, cubriéndose la cabeza con las manos, contó Kristina, de 15 años, una de los adolescentes en el paseo por la ciudad.
“Lidiar con esto así es más fácil ”, dijo. De hecho, admitió: “da mucho miedo”.
Denys, apodado “el guitarrista” por sus dotes musicales, contó que a veces se levantaba después de un ataque y bailaba un poco, para aligerar el ambiente.
“Nos tiramos al suelo y luego nos reímos”, dijo Daniil, de 16 años, otro miembro del grupo. “Tenemos que ser positivos”.
Los estruendos huecos y distantes de la artillería a lo largo del frente de batalla se colaban por toda la ciudad. Daniil se rió. “Estamos caminando bajo explosiones”, dijo. “¡Allá vamos! Para nosotros, esto es típico”.
En la plaza central de la ciudad, una extensión de asfalto bordeada por setos y macizos de flores, los adolescentes se unen en cohortes efímeras que permanecen durante unos minutos y luego desaparecen, cuando los amigos van por caminos separados.
“¿Por qué no quiso caminar con nosotros?” dijo una chica mientras se alejaba. “Tenemos la misma edad. Ay, bueno, se puede ir al infierno”.
Mykyta, que tiene los ojos verde grisáceos y el pelo castaño hasta los hombros, lleva más de un año sin ir a clase. Quiere ser chef, dice, y le gusta preparar comidas para su madre, que es empleada de la compañía estatal de ferrocarriles y lo está criando sola.
Mykyta espera que la guerra haya terminado para cuando se gradúe el año que viene, después de terminar las clases en línea de profesores que a veces las imparten desde el extranjero. Entonces, dijo, quizá se mude a otro lugar.
Sin embargo, Mykyta también dice que siente cariño por la ciudad, incluso después de haber vivido meses de guerra. “Aquí no hay nada”, dijo. “Pero no quiero irme”.
Los amigos no hablan mucho de la guerra, comentó, ni de la batalla por Bajmut, que en cualquier momento podría determinar el destino de su propia ciudad. “Hay temas mucho más interesantes que la guerra”, expresó, como el cine y la música.
La invasión rusa lo cambió todo. La angustia normal de la adolescencia, y las primeras aventuras de la independencia, todo tiene lugar ahora entre las ruinas de una ciudad casi desierta. Con el peligro siempre presente, el toque de queda de las 9 p. m. no lo imponen los padres, sino los soldados en los puestos de control.
Los padres están insensibilizados a las sirenas antiaéreas y, en cualquier caso, sienten que no tienen más remedio que sacar a sus hijos a pasear después de un tiempo interminable dentro de casa. La guerra no ha curado el tedio.
Los adolescentes se detuvieron en uno de sus lugares favoritos, las escaleras de un cine cerrado cerca de un parque donde el césped estaba lleno de cráteres de obuses. Se acercaron a las gradas vacías de un estadio de fútbol, donde no se celebran partidos para evitar que se forme una multitud, lo que invitaría a un desenlace más trágico con el impacto de un solo cohete.
“Antes había más gente, más tiendas, más cafés, conciertos, vacaciones geniales”, se lamentó Daria, de 15 años, sentada en las gradas mientras miraba el campo vacío.
“Extraño mi ciudad sin daños”, dijo Denys. “Extraño mi vida tranquila. Echo de menos la seguridad”.
Se ríen, dijo, pero sin alegría.
“¿Qué más podemos hacer? ¿Llorar?”, dijo Daniil.
Después de meses de práctica, afirmó, es capaz de calcular con mucha precisión, a partir del sonido de la explosión, la distancia de un ataque.
Antes de la guerra, relató Daniil, solía ir a parrilladas fuera de la ciudad, y esperaba con impaciencia una fiesta municipal en otoño —ahora cancelada— llamada Día de la Ciudad. Solía pasar tiempo con un grupo mucho más numeroso de amigos, dijo, unos 20 en total, de los que ahora solo quedan cinco o seis. Todos los demás abandonaron la ciudad.
Sonia, de 14 años, cuya madre tiene un salón de belleza en Slóviansk, dice que echa de menos los tiempos antes de la invasión. “No tenía que temer por mi vida”, declaró.
Echa de menos a los amigos cuyas familias se marcharon en busca de seguridad. “Me encariño muy rápido con la gente”, dijo, “y es muy doloroso despedirme de ellos”.
“Una vez salí a pasear con mi amiga y empezaron los bombardeos”, contó Sonia. “Me entró el pánico y empecé a parar a los autos que pasaban, a llorar y a pedirles que me devolvieran al centro de la ciudad. Básicamente, si caen muchas bombas da miedo, pero si solo cae una no pasa nada”.
Un ataque en particular sacudió a Rostyslav, de 15 años. Estaba jugando un videojuego en su habitación alrededor de la una de la madrugada cuando una explosión cercana sacudió el edificio. “Mis padres me dijeron que estuviera preparado para salir, de ser necesario”.
“Intento prepararme para eso”, dijo sobre los ataques rusos. “Vivo a medio camino entre la normalidad y esta situación”.
Después de pasar por el cráter inundado de misiles, Denys vio unos tulipanes en un jardín frente a él. Tomó uno, se acercó a un grupo de chicas y le regaló una flor a una de ellas. “Eres muy linda”, le dijo.
Maria Varenikova colaboró con el reportaje desde Slóviansk.
Andrew E. Kramer es jefé del buró del New York Times en Kiev. Fue parte de un equipo que ganó el Premio Pulitzer en 2017 en la categoría de cobertura internacional por una serie sobre la proyección encubierta del poder de Rusia. @AndrewKramerNYT