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Mi esposo es un gemelo y eso me dio una lección sobre el amor

Podemos ver cómo una explicación habitual del divorcio empieza donde termina el modelo de la relación pura. La persona que lo relata (a menudo una mujer, con estudios y un empleo) describe por qué decidió divorciarse. La decisión no parece estar relacionada con el abuso o la infidelidad, el dinero o los hijos. Ni siquiera se trata de falta de amor. La relación estaba “asfixiando mi espíritu”, escribe Lara Bazelon, en un ejemplar del género. “¿Hasta qué punto mi vida (y con ello me refiero a la arquitectura de mi vida, pero también a su esencia, a mi alma, a mi mente) se había construido en torno a mi marido?”, se pregunta Honor Jones en otro ejemplo. “¿Quién podría ser si no fuera su esposa?”, se pregunta. En estos relatos se percibe que la identidad de la mujer, su propio sentido de sí misma, ha sido colonizada por el matrimonio y por la maternidad.

Hay una lectura feminista de estas historias, una en la que el divorcio es liberador y empoderador (sin duda así es como lo ven sus narradoras). Pero también hay una lectura que reconoce esta versión del divorcio (y el auge de la relación pura) como síntomas de una sociedad profundamente escéptica, incluso alérgica, a cualquier modo de relación que socave al individuo. En el Estados Unidos laico, la última vaca sagrada es el yo. Lo que es bueno para el yo es bueno por sí mismo. Lo que amenaza al yo —ya sea el matrimonio, la maternidad, la amistad o la familia— tiene que analizarse.

Los gemelos, en especial los gemelos idénticos, ofrecen un contrapunto interesante a este énfasis. Al tener tanto en común, suponen una especie de reproche a nuestra obsesión con la identidad. En el libro Twins in the World, Alessandra Piontelli enumera recomendaciones de psicólogos sobre cómo criar gemelos sanos. La lista incluye el consejo de que los gemelos idénticos duerman en habitaciones separadas, se vistan de forma distinta y nunca se les llame “gemelos”. Las sociólogas Florence Chiew y Ashley Barnwell sostienen que, para una sociedad preocupada por la individualidad, la identidad entrelazada de los gemelos no es sana. Permitir que los gemelos se vean a sí mismos como una dupla es permitir una “intimidad peligrosa” que les priva de sus identidades singulares.

Mi esposo, por cierto, tiene un gemelo. Un gemelo idéntico. Un gemelo para quien, en contra de las recomendaciones psicológicas, el hecho de ser gemelo es una parte esencial de su identidad. Durante su infancia y adolescencia, David y su hermano eligieron las mismas clases, colaboraron en proyectos de grupo y formaron pareja para debatir. No eran inmunes a la rivalidad, pero sobre todo canalizaban sus impulsos competitivos para su equipo de dos. Sus relatos de la época escolar son la historia de los días de gloria de su compañerismo.

El psicólogo Scott Stanley define “la nosotridad” como una relación en la que dos personas tienen una conexión profunda que impulsa su sentido de identidad compartida. Si tienes un fuerte sentido de “nosotridad”, te identificas cada vez más con las satisfacciones e insatisfacciones de tu pareja como si fueran las tuyas. Las metas también cambian. La relación ya no es “un mercado cambiario en el que dos individuos compiten entre sí”, escribe, sino “una relación no competitiva que puede maximizar los resultados conjuntos”. El objetivo de la vida ya no es solo realizarte a ti mismo: buscas que el equipo se realice.

Mi marido aprendió desde pequeño a cultivar un sentido de la individualidad, pero también un sentido de identidad conjunta y de un futuro compartido (bromeamos diciendo que cuando David imagina su vejez, se imagina sentado en un porche junto a mí y a su gemelo. En realidad, no es broma). Comprende a fondo algo que a mí a veces me cuesta entender: que amar a alguien en las buenas y en las malas, mientras vivas, implica una especie de renuncia al “yo” en aras del “nosotros”. Implica permitir que otra persona contribuya a la definición de quiénes somos y qué valoramos.

Es cierto, esta identificación puede ir demasiado lejos, rayando en el mimetismo o la codependencia. Existe el riesgo de identificarse en exceso, de que la identidad de la pareja difumine la identidad propia, de que el nuevo futuro de la pareja acabe con los objetivos individuales. Pero me parece que el miedo a este extremo a menudo lleva a las personas a tomar una dirección totalmente opuesta, hacia la soledad, la independencia total, la contingencia.

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