En una fría noche de finales de febrero, un grupo de migrantes venezolanos se mantenían muy juntos para darse calor. Estábamos cerca de un vertedero de basura en medio de la nada, a unas horas de Ciudad de México. El grupo esperaba a la Bestia, el tren de carga que muchos migrantes montan desde el sur de México hasta la frontera con Estados Unidos.
Cuando el tren apareció, todos corrieron para subirse en su lomo; las familias tenían la preferencia y subían a los vagones que tienen una plataforma de metal donde es posible aferrarse con más seguridad. Yo subí al techo de otro vagón con dos panas que había conocido un par de horas antes y que se hacían llamar Oriente y el Niche. Oriente ya había cruzado a El Paso unas semanas antes, pero fue detenido cuando intentaba ayudar a unos amigos a cruzar la frontera y fue devuelto.
Teníamos tanto frío que temblábamos. En un momento nos dimos cuenta de que debíamos saltar del tren apenas disminuyera la velocidad. Mientras las ruedas chirriaban contra los rieles y nosotros luchábamos por no perder el agarre, yo pensaba en cómo habíamos llegado a este momento.
Nací y crecí en Caracas, Venezuela. Cuando Hugo Chávez fue elegido en 1998, muchos, incluyéndome, creímos que podría construir una sociedad más igualitaria. Y por un momento pareció posible. Pero a medida que se tornaba más autoritario, el país se volvió más violento y caótico. Yo me fui en el año 2000 pero volvía constantemente a fotografiar los cambios sociales que estaban ocurriendo.
Las cosas empeoraron en 2013, cuando Nicolás Maduro asumió el poder luego de la muerte de Hugo Chávez. Para 2018, venezolanos agotados y con hambre salieron de manera masiva hacia países vecinos como Colombia, Perú o Ecuador, lugares donde las comunidades locales estaban poco preparadas para recibirlos.
Con la llegada de la pandemia muchos perdieron sus trabajos. La inestabilidad política y económica que siguió les dio una sensación de déjà vu. Una vez más guardaron lo poco que tenían y empezaron a caminar. Esta vez hacia Estados Unidos. Recientemente he estado documentando este proceso.
Los venezolanos son la ola más reciente de migrantes que arriesgan sus vidas y su integridad en busca de un lugar más seguro. La Bestia —al que también se le conoce, de manera más ominosa, como “el tren de la muerte”— es parte de una red de trenes de mercancía que recorre los lugares más remotos de México. Los migrantes deben esperar por horas y saltar del tren en lugares desconocidos al tiempo que intentan evitar a los agentes de migración, a la policía y a los grupos criminales. Están expuestos al aire libre. Muchos han perdido partes de sus cuerpos e incluso la vida intentando escalar o al caer del tren en su recorrido entre curvas y túneles.
La situación no es mucho mejor al llegar a la frontera con Estados Unidos. Las reglas para entregarse están constantemente cambiando y eso ha generado caos en lugares como Ciudad Juárez, donde los albergues están al borde del colapso. Para solicitar asilo, los migrantes primero deben utilizar una aplicación que se congela a menudo o probar suerte a través de cruces irregulares y muchas veces peligrosos.
Cerca de 190.000 personas han cruzado la frontera de México y Estados Unidos sin autorización durante el año fiscal de 2022. En abril, el gobernador de Texas, Greg Abbott, comenzó a enviar camiones llenos de solicitantes de asilo de Venezuela y otros países hacia ciudades como Nueva York, donde ahora vivo. Muchos de ellos han terminado en refugios sobrepoblados y desorganizados.
El gobierno de Joe Biden anunció en octubre que los venezolanos que entraran a Estados Unidos sin autorización serían devueltos a México. En un esfuerzo para acelerar las vías legales y tener un flujo migratorio más controlado, el gobierno estadounidense anunció que recibiría hasta a 24.000 venezolanos por mes a través de un plan de permisos humanitarios. En enero, el programa se amplió para incluir a cubanos, nicaragüenses y haitianos.
Su situación es atroz y extrema y como fotógrafos muchas veces buscamos reflejar eso. Pero no debemos olvidar que esta es solo una parte de la historia. Estas personas están llenas de sueños, aspiraciones y talentos. La esperanza mueve a todas las personas que conocí en el camino, hombres y mujeres que siguen en pie, cuidándose y mostrando solidaridad. Me conmovió mucho su resiliencia, pero también su capacidad de ligereza y de sonreír.
Recuerdo hablar con unos gemelos que anhelaban ser documentalistas. Se llenaron de orgullo cuando me mostraron un cuaderno que habían preparado antes de dejar Venezuela. Estaba repleto de palabras y frases en cinco idiomas que planeaban estudiar en su travesía hacia el norte.
Conocí a una pareja, Junior y María, ambos enfermeros, tomados de la mano. A lo largo de las vías los escuchaba darse apoyo y motivación:
“Tú puedes hacerlo, mi amor”.
“Tú puedes escalar este tren”.
“Tú puedes correr más rápido”.
Una madre que viajaba con sus cinco hijos me dijo lo vulnerable que se sentía. Me hizo recordar a un hombre que me contó que había sido secuestrado cómo lo habían amarrado a una silla por 18 días y alimentado solo con comida para perros y agua. Al grupo que viajaba la misma ruta antes que nosotros les robaron sus cosas, pero decidieron continuar: ya no tenían nada más que perder. Historias como estas me hacían pensar en las muchas razones que esa madre tenía para estar tan asustada.
No tiene que ser de esta manera. Estados Unidos promueve los derechos humanos y la democracia como valores supremos, incluso cuando sus políticas han contribuido a que la situación de países como Venezuela sea más compleja. Las personas que viven en los países afectados por la política estadounidense todavía creen en estos valores. Esas vías del tren cargadas de desesperación, abandono y violencia deben ser parte de las políticas de migración de Estados Unidos de una manera más responsable.
Los talentos y habilidades de los migrantes pueden ayudar a revigorizar campos y áreas rurales abandonados, y hacer que economías e industrias locales vuelvan a ser competitivas y vibrantes. No todo el mundo quiere vivir en Nueva York o Miami. Estados Unidos podría alentar a los futuros inmigrantes y a los inmigrantes que viven en lugares superpoblados a reasentarse en áreas del país que están despobladas —con ciudades e industrias en crisis—, y dar a los inmigrantes y las comunidades una razón para trabajar hacia un objetivo común. Esto sería mucho más humano y efectivo de lo ningún muro jamás será.
Oscar B. Castillo es fotógrafo documental, artista multimedia y educador.