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Madres e hijas iraníes se exilian para buscar un mejor futuro

En una lluviosa tarde de primavera, una joven madre iraní con un brazo destrozado, su esposo y su hija de 3 años se encontraron con un contrabandista cerca de la frontera iraquí que les dio un severo ultimátum: debían garantizar el silencio de la niña o abandonarla.

La madre de 26 años, Sima Moradbeigi, recuerda que corrió a una farmacia con el fin de conseguir una botella de jarabe para la tos para darle a su hija y ponerla en un estado de letargo.

En la oscuridad de la noche, la familia siguió al contrabandista fuera de Irán por caminos montañosos, a veces agachados o arrastrándose a través de matorrales fangosos para eludir a los guardias fronterizos que vigilaban su ruta con linternas. Horas después, contaron Moradbeigi y su esposo, llegaron sanos y salvos a una mezquita en las afueras de la ciudad de Solimania, en la región del Kurdistán, al norte de Irak.

Su hija, Juan, apenas se movió.

La República Islámica de Irán –una teocracia que surgió después de la revolución de Irán en 1979– nunca fue hospitalaria con las mujeres que se rebelaban contra sus estrictos códigos religiosos de vestimenta y comportamiento. Pero sus peligros se vieron amplificados por una revuelta que comenzó en septiembre, desencadenada por la muerte de una mujer de 22 años, Mahsa Amini, mientras estaba bajo la custodia de agentes de la policía de la moral del país.

Las mujeres desempeñaron un papel central en los meses de protestas antigubernamentales que siguieron, exigiendo nada menos que la abolición de todo el sistema autoritario de gobierno clerical. Al final, el gobierno sofocó la mayoría de las protestas, dejando en el proceso cientos de muertos, según grupos defensores de derechos humanos.

Algunas madres llegaron a la conclusión de que era mejor arriesgar sus vidas huyendo de Irán para evitar que sus hijas pasaran toda una vida bajo el régimen autoritario. Estas son las historias de tres mujeres que tomaron esa difícil decisión.

Moradbeigi afirma que, días después de que comenzaron las protestas, salió por la puerta principal de su casa con un pañuelo en la cabeza, el cual planeaba quemar en las calles de su ciudad natal, Bukan. Antes de ese momento, Moradbeigi no se consideraba como una persona con intereses políticos.

Moradbeigi había encontrado la felicidad con su esposo Sina Jalali, quien era dueño de una tienda de telas, y su hija. Pero estaba enfurecida por la muerte de Amini, que había vivido en Saqqez, no lejos de su ciudad natal en la región kurda del noroeste de Irán. Al igual que Amini, ella forma parte de la minoría kurda de Irán, la cual ha enfrentado discriminación y represión.

Moradbeigi afirmó que cuando se unió a la protesta ese día en Bukan, recibió una ráfaga de disparos de un oficial de seguridad, quien le disparó decenas de perdigones metálicos. Las radiografías de sus heridas, proporcionadas por Moradbeigi y uno de sus médicos, mostraron que los perdigones habían pulverizado el hueso de su codo derecho.

“Cada minuto veía la muerte ante mis ojos”, dijo Moradbeigi en diciembre, en una de las varias entrevistas realizadas durante los últimos siete meses. “Pero mi corazón estaba con mi hija. No podía morir y dejarla bajo este régimen corrupto”.

Los médicos advirtieron que era posible que fuera necesario amputarle el brazo a menos que obtuviera un reemplazo de codo rápidamente. Pero era muy complicado realizar esa cirugía en Irán. Y Moradbeigi temía que su lesión la convirtiera en un blanco fácil para la policía.

Fue en ese momento que decidió irse del país.

Moradbeigi y su esposo pasaron siete meses escondidos mientras luchaban para encontrar un contrabandista que los sacara de Irán. Pero una y otra vez les dijeron que llevar a una niña pequeña era demasiado peligroso porque su llanto podría delatarlos.

A fines de abril, finalmente recibieron una llamada: por 10 millones de tomanes iraníes (unos 230 dólares), un contrabandista accedió a organizar su fuga. En cuestión de días, vendieron todo lo que tenían, incluso los libros de su hija, y se fueron de casa con analgésicos y 600 dólares en efectivo.

Ahora la familia vive en el Kurdistán iraquí en una casa provista por Komala, un grupo armado de oposición kurdo iraní con sede en esa región. El grupo ha ayudado a Moradbeigi y a otras 70 mujeres iraníes a escapar desde que comenzaron las protestas, según los miembros.

Otras mujeres que hablaron con el Times lograron escapar a otros países cercanos como Turquía.

Para Moradbeigi, su exilio se ha convertido en una insoportable carrera contra el tiempo. Cuanto más demore el tratamiento de su brazo, mayor será el riesgo de perderlo. Durante los últimos meses, ella y su esposo han luchado con el fin de reunir los recursos para llegar a un país donde pueda recibir la operación quirúrgica que necesita, y que no está disponible en Irak.

Sin embargo, ella insiste en que todo ha valido la pena.

“Preferiría perder este brazo antes que abandonar a mi hija en la pesadilla que es mi gobierno”, dijo.

Incluso antes de que comenzaran las protestas en septiembre, las mujeres iraníes ya arriesgaban sus vidas para tratar de asegurar un futuro mejor para ellas y, en particular, para sus hijas. Algunas han sido ayudadas en sus fugas por grupos armados de oposición kurdos-iraníes, como Komala, radicado en las montañas de la región del Kurdistán del norte de Irak, que se ha convertido en un refugio, en especial para los kurdos que huyen de Irán.

Nasim Fathi, una activista antigubernamental de 38 años que vivía en Sanandaj, una ciudad de mayoría kurda ubicada en el noroeste de Irán, es una de esas personas. Fathi dice que hace un año huyó a Solimania, después de que la citaron para comparecer ante un tribunal por participar en un mitin político.

Según Fathi, en las semanas previas a su fuga estuvo bajo el escrutinio de las fuerzas de seguridad iraníes, quienes le prohibieron salir del país. Y tuvo que enfrentar un terrible dilema: necesitaba huir de Irán, pero era madre soltera de dos hijas, de 21 y 10 años.

En julio de 2022 decidió que no habría futuro para ellas mientras estuviese en el país. Dejando a sus hijas, contó Fathi, cruzó la frontera con la ayuda de un contrabandista.

“Les prometí que nos encontraríamos cuando el momento fuera seguro”, dijo en una entrevista telefónica desde Solimania. Pero semanas después de su llegada, las manifestaciones impactaron a Irán, lo que puso en duda el reencuentro con sus hijas.

Su hija mayor, Parya Ghaisary, se inspiró con las protestas y comenzó a participar. Pero cuando arrestaron a dos de sus amigas a fines de septiembre, su madre intervino desde Irak.

“Me pidió que llevara a mi hermana al otro lado de la frontera”, contó Ghaisary. “Éramos todo lo que ella tenía en esta vida”.

Agarrando con fuerza sus pasaportes y la mano de su hermana, Ghaisary tomó un taxi hasta la frontera iraquí, donde les dijo a los guardias que ella y su hermana, Diana, iban a cruzar para asistir a la boda de un pariente. En cuestión de horas, se reencontraron con Fathi.

“Recuperé a mi mejor amiga”, dijo Ghaisary sobre su madre, que se veía más delgada pero seguía culminando las frases de su hija con la misma risa contagiosa.

La madre y su hija mayor cambiaron sus pañuelos en la cabeza por el cabello corto, una protesta contra el régimen que las expulsó de su hogar, y comenzaron el entrenamiento militar con Komala.

Para algunas mujeres iraníes que han tenido que separarse de sus hijas, la agonía solo es superada por el miedo a los peligros que podría acarrear un reencuentro.

“Me deprimo cuando imagino a mi hija siendo víctima de los mismos horrores que me obligaron a huir de su lado”, afirmó Mozghan Keshavarz, una activista antigubernamental que habló por teléfono desde un lugar fuera de Irán que no quiso revelar. “Pero no puedo regresar a Irán”.

Los problemas de Keshavarz comenzaron en 2019, cuando inició una campaña para repartir rosas a mujeres con velo y sin velo en un esfuerzo por unirlas. Las fuerzas de seguridad entraron a su casa y la golpearon frente a su hija, que en ese momento tenía 9 años, antes de llevarla a prisión, contó Keshavarz.

La próxima vez que vio a su hija, Niki, fue en 2021, después de que se le concediera un permiso para salir de la prisión y curarse de una lesión en la columna que sufrió mientras estaba detenida. Pero su reencuentro fue breve.

Keshavarz se vio obligada a esconderse en julio del año pasado, cuando un grupo de oficiales irrumpió en la casa de su padre después de que ella asistiera a una protesta contra el hiyab o velo obligatorio. Cuando un abogado le dijo que probablemente sería sentenciada a muerte, huyó de Irán.

Mohammad Moghimi, uno de los abogados de Keshavarz, dijo que fue acusada en enero de librar una guerra contra Dios, un delito que conlleva una sentencia de muerte automática.

Mientras esté en el exilio, dijo, rara vez habla con su hija por temor a que el teléfono de Niki pueda ser intervenido por las fuerzas de seguridad iraníes, conocidas por hostigar a las familias de los disidentes. En cambio, se desplaza a través de fotografías y mensajes de Niki que son duros recordatorios de su vida juntas.

Keshavarz recordó la noche de su arresto en 2019, cuando las fuerzas de seguridad le ordenaron a Niki que rompiera un dibujo pegado al refrigerador que decía: “No queremos el hiyab”.

Sangar Khaleel, Nasir Sadiq y Leily Nikounazar colaboraron con este reportaje.

“Ella se negó”, dijo Keshavarz. “Me siento honrada de haber ayudado a moldear a esa temeraria fuerza de la naturaleza”.

Cora Engelbrecht es reportera y editora de artículos en la sección Internacional, con sede en Londres. Se unió al Times en 2016. Más sobre Cora Engelbrech

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