El presidente Luiz Inácio Lula da Silva tomó las riendas del gobierno brasileño el domingo en una elaborada toma de posesión, que contó con una caravana de automóviles, un festival de música y cientos de miles de seguidores que llenaron la explanada central de Brasilia, la capital del país.
Pero faltaba una persona clave: Jair Bolsonaro, el presidente saliente de extrema derecha.
Se suponía que Bolsonaro iba a entregar a Lula la banda presidencial el domingo, un símbolo importante de la transición pacífica del poder en un país donde mucha gente aún recuerda los 21 años de una dictadura militar que terminó en 1985.
En cambio, Bolsonaro se despertó el domingo a miles de kilómetros de distancia, en una casa alquilada propiedad de un luchador profesional de artes marciales mixtas a unos cuantos kilómetros de Disney World. Enfrentado a varias investigaciones por su gestión, Bolsonaro voló a Orlando el viernes por la noche y planea permanecer en Florida durante al menos un mes.
Bolsonaro cuestionó durante meses la confiabilidad de los sistemas electorales de Brasil, sin pruebas, y cuando perdió en octubre, se negó a reconocerlo inequívocamente. En una especie de discurso de despedida el viernes, rompiendo semanas de un silencio casi absoluto, dijo que trató de impedir que Lula asumiera el cargo, pero fracasó.
“Dentro de las leyes, respetando la Constitución, busqué una salida”, dijo. Luego pareció animar a sus partidarios a seguir adelante. “Vivimos en una democracia o no vivimos”, dijo. “Nadie quiere una aventura”.
El domingo, Lula subió la rampa de acceso a las oficinas presidenciales con un grupo diverso de brasileños, entre ellos una mujer negra, un hombre discapacitado, un niño de 10 años, un hombre indígena y un trabajador de una fábrica. Una voz anunció entonces que Lula aceptaría la banda verde y amarilla del “pueblo brasileño”, y Aline Sousa, una recolectora de basura de 33 años, tomó el papel de Bolsonaro y colocó la banda al nuevo presidente.
En un discurso ante el Congreso el domingo, Lula dijo que combatiría el hambre y la deforestación, levantaría la economía e intentaría unir al país. Pero también apuntó contra su predecesor, diciendo que Bolsonaro había amenazado la democracia de Brasil.
“Bajo los vientos de la redemocratización, solíamos decir: ‘Dictadura nunca más’”, dijo. “Hoy, después del terrible desafío que hemos superado, debemos decir: ‘Democracia para siempre’”.
El ascenso de Lula a la presidencia culmina una asombrosa remontada política. En su día fue el presidente más popular de Brasil, y dejó el cargo con un índice de aprobación superior al 80 por ciento. Luego cumplió 580 días en prisión, de 2018 a 2019, por cargos de corrupción relacionados con aceptar un departamento y renovaciones de empresas de construcción que licitaban contratos gubernamentales.
Después de que esas condenas fueran anuladas porque el Supremo Tribunal Federal de Brasil dictaminó que el juez del caso de Lula había sido parcial, se postuló de nuevo para la presidencia, y ganó.
Lula, de 77 años, y sus partidarios sostienen que fue víctima de una persecución política. Bolsonaro y sus partidarios dicen que Brasil tiene ahora un criminal como presidente.
Cientos de miles de personas acudieron a Brasilia —la capital extensa y planificada que fue fundada en 1960 para albergar al gobierno brasileño—, muchos de ellos vestidos con el rojo vivo del izquierdista Partido de los Trabajadores de Lula.
Durante el fin de semana, los pasajeros de los aviones cantaron canciones sobre Lula, los juerguistas bailaron samba en las fiestas de Año Nuevo y, por toda la ciudad, se oyeron gritos espontáneos desde balcones y esquinas, anunciando la llegada de Lula y la salida de Bolsonaro.
“La toma de posesión de Lula tiene que ver sobre todo con la esperanza”, dijo Isabela Nascimento, de 30 años, una desarrolladora de software que acudió a las festividades el domingo. “Espero verlo representando no solo a un partido político, sino a toda una población: todo un grupo de personas que solo quieren ser más felices”.
Sin embargo, en otras partes de la ciudad, miles de partidarios de Bolsonaro permanecieron acampados frente a la sede del ejército, como lo han estado desde las elecciones, muchos diciendo que estaban convencidos de que los militares evitarían que Lula asumiera el cargo el domingo.
“El ejército tiene patriotismo y amor por el país y, en el pasado, el ejército hizo lo mismo”, dijo el sábado Magno Rodrigues, de 60 años, un mecánico y conserje retirado que da discursos diarios en las protestas, refiriéndose al golpe militar de 1964 que dio paso a la dictadura.
Rodrigues ha pasado las últimas nueve semanas durmiendo con su esposa en una tienda de campaña en un colchón pequeño. Ofreció un recorrido por el campamento, convertido en una pequeña aldea desde que Bolsonaro perdió las elecciones. Cuenta con duchas, servicio de lavandería, estaciones de recarga de teléfonos celulares, un hospital y 28 puestos de comida.
En gran medida, las protestas no han sido violentas —con más rezos que disturbios—, pero un pequeño grupo de personas ha incendiado vehículos. El gobierno de transición de Lula había dado a entender que los campamentos no se tolerarían durante mucho más tiempo.
¿Cuánto tiempo estaba Rodrigues dispuesto a quedarse? “El tiempo que haga falta para liberar a mi país”, dijo. “El resto de mi vida si es necesario”.
La ausencia de Bolsonaro y la presencia de miles de manifestantes que creen que la elección fue robada ilustran la profunda división y los enormes desafíos que enfrenta Lula en su tercer mandato como presidente del país más grande de América Latina y una de las mayores democracias del mundo.
Lula presidió el auge económico de Brasil entre 2003 y 2011, pero el país no estaba tan polarizado entonces y los vientos económicos eran mucho más promisorios. La elección de Lula culmina una ola izquierdista en América Latina, en la que desde 2018 seis de los siete países más grandes de la región eligieron a líderes de izquierda, impulsados por una reacción contra los mandatarios en el poder.
La decisión de Bolsonaro de pasar al menos las primeras semanas de la presidencia de Lula en Florida muestra su inquietud sobre su futuro en Brasil. Bolsonaro, de 67 años, está vinculado a cinco investigaciones separadas, entre ellas, una sobre la divulgación de documentos relacionados con una investigación clasificada, otra sobre sus ataques a las máquinas de votación de Brasil y otra sobre sus posibles conexiones con “milicias digitales” que difunden desinformación en su nombre.
Como ciudadano común, Bolsonaro perderá ahora la inmunidad procesal que tenía como presidente. Algunos casos en su contra probablemente serán trasladados del Supremo Tribunal Federal a las cortes locales.
Algunos de los principales fiscales federales que han trabajado en los casos creen que hay pruebas suficientes para condenar a Bolsonaro, particularmente en el caso relacionado con la divulgación de material clasificado, según un alto fiscal federal que habló bajo condición de anonimato para discutir investigaciones confidenciales.
El domingo, Lula dijo al Congreso que Bolsonaro podría enfrentar consecuencias. “No tenemos ningún ánimo de revancha contra quienes intentaron someter a la nación a sus planes personales e ideológicos, pero garantizaremos el imperio de la ley”, dijo. “Quien erró responderá por sus errores”.
Es poco probable que la presencia de Bolsonaro en Estados Unidos pueda protegerlo de ser procesado en Brasil. Aun así, Florida se ha convertido en una especie de refugio para los brasileños conservadores en los últimos años.
Comentaristas prominentes de algunos de los programas de entrevistas más populares de Brasil tienen su sede en Florida. Un provocador de extrema derecha que se enfrenta a la detención en Brasil por amenazar a jueces ha vivido en Florida mientras espera una respuesta a su solicitud de asilo político en Estados Unidos. Y Carla Zambelli, una de las principales aliadas de Bolsonaro en el Congreso de Brasil, huyó a Florida durante casi tres semanas después de que fuera filmada persiguiendo a un hombre a punta de pistola en la víspera de las elecciones.
Bolsonaro planea permanecer en Florida de uno a tres meses, lo que le da cierta distancia para observar si el gobierno de Lula impulsará alguna de las investigaciones en su contra, según un amigo cercano de la familia Bolsonaro que habló bajo condición de anonimato para discutir planes privados. El gobierno brasileño también autorizó a cuatro ayudantes a pasar un mes en Florida con Bolsonaro, según un aviso oficial.
El sábado, Bolsonaro saludó a sus nuevos vecinos en la entrada de su casa alquilada en Orlando, muchos de ellos inmigrantes brasileños que se tomaron selfis con el presidente saliente. Luego fue a comer a un KFC.
No es infrecuente que ex jefes de Estado vivan en Estados Unidos para ocupar cargos académicos o similares. Pero no es habitual que un jefe de Estado busque refugio en Estados Unidos ante un posible enjuiciamiento en su país, especialmente cuando el país de origen es un aliado democrático de Estados Unidos.
Bolsonaro y sus aliados argumentan que es un objetivo político de la izquierda brasileña y, en particular, del Supremo Tribunal Federal de Brasil. Han abandonado en gran medida las afirmaciones de que las elecciones fueron amañadas debido al fraude electoral, pero en su lugar ahora afirman que fueron injustas porque Alexandre de Moraes, un juez del Supremo Tribunal que encabeza el organismo electoral de Brasil, inclinó la balanza a favor de Lula.
De Moraes fue un actor activo en las elecciones, al suspender las cuentas de redes sociales de muchos de los partidarios de Bolsonaro y conceder a Lula más tiempo en televisión debido a declaraciones engañosas en los anuncios políticos de Bolsonaro. De Moraes ha dicho que necesitaba actuar para contrarrestar las posturas antidemocráticas de Bolsonaro y sus partidarios. A algunos juristas les preocupa que haya abusado de su poder, al actuar a menudo de forma unilateral en formas que van mucho más allá de las de un típico juez del Supremo Tribunal.
Aun así, Bolsonaro se ha enfrentado a críticas generalizadas, tanto en la derecha como en la izquierda, por su respuesta a su derrota electoral. Después de insinuar durante meses que rebatiría cualquier derrota, encendiendo a sus partidarios y preocupando a sus críticos, se mantuvo en silencio y se negó a reconocer públicamente la victoria de Lula. Su gobierno llevó a cabo la transición mientras él se alejaba de los focos y de muchas de sus funciones oficiales.
El sábado por la noche, en su discurso de despedida a la nación, incluso su vicepresidente, Hamilton Mourão, un general retirado, dejó clara su opinión sobre los últimos momentos de Bolsonaro como presidente.
“Líderes que deberían tranquilizar y unir a la nación en torno a un proyecto de país han dejado que su silencio o su protagonismo inoportuno y dañino creen un clima de caos y desintegración social”, dijo Mourão.
Jack Nicas es el jefe de la corresponsalía del Times en Brasil, que abarca Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Antes cubría tecnología desde San Francisco. Antes de unirse al Times, en 2018, trabajó durante siete años en The Wall Street Journal. @jacknicas • Facebook