CAMERATA NUOVA, Italia — En una luminosa mañana en las montañas de Camerata Nuova, una tranquila ciudad del centro de Italia, una perra pequeña y de pelo rizado llamada Bella corría entre los abedules. Cuando su dueño se apoyaba en una larga pala en forma de arpón y le gritaba para darle ánimos, ella se lanzó hacia un árbol y escarbó bajo una alfombra escarchada de hojas muertas.
“Oro negro”, comentó Renato Tomassetti, de 80 años, cuando Bella salió con lo que parecía una pelota de tenis chamuscada y muy aromática. Él y un grupo de cazadores de trufas siguieron a Bella hasta el bosque de los montes Simbruini, donde encontró otro aroma junto a otro árbol. “¡Alto!”, gritó Tomassetti. “¡Déjalo! Déjalo!”.
Los hombres más jóvenes corrieron y apartaron a Bella del cadáver de un zorro. El cuerpo presentaba los signos distintivos de la muerte por envenenamiento con estricnina: ojos ensangrentados, caninos al descubierto en una mueca de dolor, extremidades extendidas. Tomassetti puso rápidamente un bozal a Bella, un enérgico lagotto romagnolo (el “perro de la trufa” de Italia), mientras los buscadores de trufas se inclinaba sombríos sobre el zorro muerto. La policía local de Carabinieri sacó sus varas medidoras y una bolsa de congelación y manejó la zona como una escena del crimen.
“Podría haber sido uno de nuestros perros”, afirmó Tomassetti, culpando a “asesinos” desconocidos de intentar acabar con la competencia para quedarse con los bosques ricos en trufas “solo para ellos”. Los hombres que lo rodeaban asintieron con la cabeza, fumando sus cigarrillos y expresando su hartazgo ante la eterna guerra de la trufa en Italia.
“¡Esta masacre debe terminar!”, gritó angustiado Belardo Bravi, de 46 años.
Pocas cosas evocan un ideal arcádico tan encantador —y una visión tan romántica del viejo mundo italiano— como el intenso vínculo entre los buscadores de trufas y sus perros. Los dos trabajan juntos entre la niebla otoñal y la nieve invernal para desenterrar los tubérculos ambrosiales, tesoros que se rallan en las pastas, se incorporan a las salsas o se infusionan en aceites para los paladares más sofisticados y adinerados.
La caza de la trufa es una tradición que suele imaginarse como un pasatiempo de la clase alta, la respuesta italiana a la caza del zorro, y ha inspirado “experiencias” de turismo de lujo, museos y películas. (“Si mi perro muere, yo también me muero”, dice un hombre mayor en el documental de 2020 Los cazadores de trufas, mientras otro se mete en la bañera para acicalar a su perro con una secadora de pelo).
Pero si escarbamos bajo la superficie, descubriremos que la caza de la trufa tiene un trasfondo siniestro, asesino y ávido de dinero que hace que los hongos no sean tanto un fragante manjar italiano como el diamante de una guerra secreta, mortal y perpetua.
Para proteger las zonas ricas en trufas lucrativas, los cazadores territoriales han tratado de ahuyentar a los forasteros y eliminar a la competencia al hacer explotar camionetas, disparar a automóviles y golpearse unos a otros con sus palas vanghetto. En 2018, una springer spaniel llamada Willa se convirtió en el sexto perro asesinado en dos años en Brignano Frascata, una pequeña localidad del Piamonte, la región italiana famosa por sus abundantes trufas blancas.
“Hay cientos de perros muertos al año”, afirmó Tomassetti, presidente honorario de la asociación de cazadores de trufas de la región del Lacio, que, según él, ha enfurecido a los lugareños al luchar con éxito contra los intentos de la ciudad de impedir que los forasteros prospecten sus colinas en busca de oro negro. “Ocurre en toda Italia”.
Gran parte de la violencia parece haber tenido lugar en la región central italiana de Abruzzo, limítrofe con Camerata Nuova, y donde los envenenamientos han sido tan numerosos que los han cartografiado. Sin embargo, los buscadores de trufas señalan que gran parte de la violencia rara vez sale a la luz porque los dueños de los perros no quieren que se conozcan sus campos secretos de trufas. Así que la venganza llega a través de un pozo de agua o un campo envenenado. A veces hay víctimas civiles.
El 7 de enero, Martina Ercoli y su familia fueron de excursión al monte Simbruini con Brando, su labrador chocolate de año y medio. Brando se comió una salchicha envenenada y murió en brazos del hermano de Ercoli. “Los cazadores de trufas han vuelto a atacar”, aseguró que le dijeron los lugareños. Dos días después, lamentaba la pérdida en Facebook, culpando a “esos criminales, presumiblemente gente que caza trufas y esparce bocados envenenados para matar a los perros de los demás en la guerra”, atrayendo una atención no deseada sobre la pequeña ciudad.
“No está bien que el mundo nos conozca por esto”, acusó Vincenzo Pelosi, de 67 años, propietario de la cafetería de la tranquila plaza del pueblo, que lucía un póster de las películas del género spaghetti western rodadas en las colinas de los alrededores. “¡Aquí se rodaron 54 películas de vaqueros!”.
En las horas previas a que Bella encontrara al zorro, Tomassetti, que vive en Roma, se unió a otros cazadores de trufas vestidos de camuflaje y con abrigos de la Asociación Nacional Italiana de Cazadores de Trufas frente al bar de Pelosi. Iban a ayudar a los carabineros locales a dar un último recorrido por la zona donde Brando se había comido la salchicha en mal estado. Entre ellos, estaba Antonio Morasca, de 62 años, cuyo perro Thor también se comió una salchicha envenenada, que se encontraba debajo del auto de Morasca, la mañana del 6 de enero. “La Epifanía”, dijo.
“Se lo quité de la boca, pero se fue corriendo —le encantaba irse corriendo— y se metió otro en la boca”, relató Morasca. “Empezó a temblar. Lo llevamos al pueblo y empezó a echar espuma. Hicimos que comiera sal para que vomitara, pero el blanco de los ojos se le había puesto rojo. Se le estiraron las piernas y se puso rígido. Estaba muerto antes de que llegáramos a la clínica. Media hora”.
Los hombres menearon la cabeza.
“Para nosotros el perro es como un hijo”, comentó Tomassetti. “En realidad, más que un hijo”.
Tomassetti habló con ensoñación de su difunto perro, Tom, alias “el Gladiador”, padre de Bella, con el que ganó competiciones italianas y europeas de caza de trufas. “Renato y Tom: una pareja ganadora”, rezaba la inscripción estampada en su pala. Tom, decía, había sobrevivido a un intento de envenenamiento y pasó años engendrando una generación de perros truferos antes de morir en brazos de Tomassetti.
“No me avergüenza decir que lloré durante todo el trayecto de Terni a Roma”, afirma.
Esa cercanía —pero también el potencial de ingresos que puede conseguir un perro trufero entrenado con pericia— llevó a los buscadores de trufas a extremar la precaución a la hora de revelar la dirección de sus casas o dónde guardaban a sus perros, por miedo a secuestros o asesinatos, ya que los saboteadores arrojan salchichas envenenadas en los patios o las esparcen por sus caminos favoritos. Algunos instalan sistemas de vigilancia. Otros, entre ellos un amigo de Tomassetti que trabajaba para la Iglesia, se han retirado detrás de los muros.
“Tiene cinco perros dentro del Vaticano”, dijo.
Daniele Formichetti, jefe de la división forestal y canina de los carabineros locales, dirigió la búsqueda, tras haber encontrado a principios de la semana pasada una salchicha sospechosa, que las autoridades habían enviado al laboratorio.
Tuvo la corazonada de que el culpable era un cazador de trufas que sabía dónde no dejar que sus perros olfatearan. Su colega, Ettore Maceroni, teorizó que un cazador había trabajado la zona durante unos días y luego había arrojado veneno para matar a la competencia. Se plantearon detener autos en la carretera de la montaña para registrar guanteras y cajuelas en busca de salchichas envenenadas. Ninguno de los dos era optimista sobre la posibilidad de atrapar al asesino.
“Nadie habla”, confirmó Maceroni.
Los carabineros y los hombres atravesaron una carretera rural llena de baches que dividía las altiplanicies que sirven como paisaje en los espagueti westerns.
“Este es el campo de batalla del cazador de trufas”, señaló Tomassetti al bajarse del auto cerca del lugar donde murió el labrador de chocolate. Un pastor belga especialmente adiestrado, Asia, saltó de la furgoneta de los carabineros.
“Busca”, ordenó Formichetti.
Mientras Asia investigaba, Tomassetti y sus amigos se quejaban de que entre los buscadores de trufas existía una omertà o código mafioso de silencio.
“Quizá sea uno de nosotros”, propuso.
“¡No me mires al decir eso!”, le dijo su amigo Mario Morganti, de 62 años.
Algunos sospechaban de un lugareño que tomaba café en el bar del pueblo.
“Me voy a esconder en el bosque”, planeó Bravi. Estuvo a punto de perder a su propia perra, también llamada Bella, hace una decena de años, por culpa del veneno. Ya había instalado una cámara de video en su jeep para ver quién se acercaba cuando salía con sus perros. “Ahora está en marcha. Y cuando lo pille y lo vea en la plaza, le romperé las manitas”.
Asia terminó su recorrido sin encontrar ninguna prueba. Tomassetti dejó entonces que su Bella saliera por la parte trasera de su jeep, pero la mantuvo prudentemente atada con una correa. Cuando se adentraron en el bosque, la dejó libre. Encontró trufas y luego el cadáver del zorro.
Después de que los carabineros se llevaron el cadáver al laboratorio, Tomassetti y los demás volvieron a sus jeeps. Mientras Bella arañaba en su jaula, él miraba el bosque y se lamentaba de que los cazadores de trufas locales lo quisieran todo para ellos. El jeep volvió a Roma y él paseó a Bella frente a la prisión de máxima seguridad cercana a su casa.
Era donde, señaló, “debían estar esos asesinos”.
Jason Horowitz es el jefe de la corresponsalía de Roma; cubre Italia, Grecia y otros sitios del sur de Europa. Cubrió la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos, el gobierno de Obama y al congreso con un énfasis en perfiles políticos y especiales. @jasondhorowitz