Javier Zamora tenía mucho a su favor en 2019: había ganado premios de poesía, una beca para una universidad de la Ivy League y un visado de “habilidades extraordinarias” que por fin le daba certeza a su condición de inmigrante en Estados Unidos.
Pero 20 años después de haber cruzado la frontera cuando era un niño de 9 años, sin sus padres, camino hacia una nueva vida, el viaje migratorio que casi lo mata seguía siendo un lastre emocional.
“En apariencia estaba bien”, comentó Zamora, pero por dentro tenía problemas. Tenía dificultades para trabajar, aseguró, y sus relaciones más cercanas estaban sufriendo: “Mi vida personal se estaba desmoronando”.
En un encuentro fortuito en un bar local, una pareja de terapeutas le preguntó por qué bebía solo una tarde entre semana. Fue la pregunta adecuada en el momento adecuado y se convirtió en un punto de inflexión para Zamora.
La pareja le presentó a una alumna suya, especialista en migración infantil, que había llegado a Estados Unidos de niña. Se convirtió en la terapeuta de Zamora y lo ayudó a quitar “la piedra que bloqueaba la puerta de mi felicidad”, según dijo. El trabajo en la terapia también le proporcionó los fundamentos para Solito, su nuevo libro de memorias sobre su experiencia migratoria.
“En serio, este libro no existiría, no me estaría casando, no sería extrañamente tan feliz sin mi terapeuta”, afirmó Zamora, ahora de 32 años.
Solito, publicado el martes por la editorial Hogarth, es tanto una obra de sanación personal como un llamado implícito a los países, incluyendo a Estados Unidos, para que aborden las dificultades y el peligro que la inmigración supuso para Zamora y los riesgos que sigue entrañando para muchas otras personas.
Contado desde el punto de vista del propio Zamora de 9 años, el libro narra su viaje desde un pequeño pueblo de El Salvador, donde vivía con sus abuelos, a través de Guatemala, México y Arizona. Es una historia angustiosa, a menudo desgarradora, de precarios viajes en lancha, encuentros con guardias fronterizos corruptos y días calcinantes y desesperados en el desierto de Sonora. Pero la inocencia del joven narrador —y, a veces, su falta de conciencia del verdadero peligro de su viaje— también permite que haya momentos de humor, camaradería e incluso deleite.
Al caminar durante horas por el desierto, el joven Zamora no puede evitar maravillarse con lo que ve: cactus “como grandes piñas en una espiga” o árboles “como gigantes que nos observan”. Nombra sus plantas favoritas: “Solitarias, Puntiagudas, Vellosas”. Se fija en el parpadeo de las estrellas. “¿Por qué parpadean así? ¿Pueden ver la tierra bajo nuestros pies? Como los periódicos viejos. Truena. Cruje. Como caminar sobre cáscaras de huevo. Raja. Los galones de agua en las manos de la gente. Ploc. Volvemos a caminar”.
Al relatar cómo afrontó los peligros del viaje, dijo que “debes procesar el miedo de alguna manera” y añadió que “encontrar la belleza en el paisaje o hacer bromas o amar de verdad la comida se convierten en tus nuevos grados de alegría. Quería honrar ese aspecto”.
El narrador-testigo de Zamora expone lo inadecuado del término “menor no acompañado”: he aquí un niño, alejado de su familia y profundamente vulnerable, que experimenta el mundo por primera vez. Su protección —y, en última instancia, su supervivencia— se debe únicamente a los riesgos asumidos por una familia temporal de extraños que encuentra en el camino.
“No espero que las personas que aparecen en el libro lo lean. Pero mi sueño es que lo abran y vean solo la página de la dedicatoria, para ver que existe este libro dándoles las gracias, porque no recuerdo haberles dado las gracias en la vida real”, relató Zamora.
Solito concluye con una caminata final por el desierto y el reencuentro de Zamora con sus padres después de años separados; su padre había abandonado El Salvador en 1991, tras huir de la guerra civil, y su madre se unió a él cuatro años después. Pero incluso cuando estuvo con su familia, al crecer en el norte de California, Zamora descubrió que la vida como inmigrante tenía sus propios desafíos. Se encerró en su pasado y se asimiló hasta el punto de que sus mejores amigos no sabían que era de otro país, señaló.
Era un mal estudiante “no en lo académico, sino en la conducta, porque tenía esta cosa dentro de mí”, dijo.
Debido a su condición de inmigrante, Zamora no pudo visitar El Salvador en la secundaria, pero el país le hablaba. Conoció la obra de Roque Dalton, un poeta y activista salvadoreño que escribía sin tapujos sobre la opresión, la lucha de clases, la libertad y el amor. Encontró la palabra hablada de Leticia Hernández-Linares, una poeta salvadoreña-estadounidense. Empezó a darse cuenta de que él también podía tener voz y se animó con la exhortación de Toni Morrison de que si el libro que quieres leer no se ha escrito, “debes escribirlo”.
“Todo el mundo habla de esa cita, ¡pero es una gran cita!”, opinó Zamora. “Eso y leer a Roque Dalton me hicieron ver que no había inmigrantes salvadoreños que hubieran escrito poesía, que hubieran vivido esa experiencia. Se abrió todo un mundo nuevo”.
En la secundaria Zamora fue practicante en 826 Valencia, una organización sin fines de lucro que promueve la escritura entre los jóvenes y que fundaron Dave Eggers y Nínive Calegari en San Francisco. Zamora recuerda haber conocido a Eggers, que era “tan normal y con los pies en la tierra, mostrándome una idea completamente diferente de lo que era un ‘escritor’”. Como parte de la experiencia, un poeta local fue su tutor y ahí hizo su primer intento de escribir.
El esfuerzo valió la pena. Zamora ha tenido becas de escritura en Harvard, Stanford, el Fondo Nacional de las Artes y la Fundaaión de la Poesía. Su volumen de poesía debut, No acompañado, publicado en 2017 por la editorial Copper Canyon Press, ganó el Premio de Libro del Norte de California y fue finalista en el Premio Kate Tufts Discovery. Eggers lo ha calificado como una “voz estadounidense esencial”.
Cuando Zamora volvió a 826 Valencia como instructor invitado para un programa de verano años después, los estudiantes “de verdad estaban escuchando a alguien que reflejaba su propia experiencia”, dijo Bita Nazarain, la directora ejecutiva de 826 Valencia. “Fue muy motivador para ellos. Él estaba ayudando”.
La representación sigue siendo un tema importante de la obra de Zamora. En Solito y en su poesía, Zamora salpica su escritura con puntuación del español y caliche, el caló salvadoreño, porque “así es como pensamos, así es como yo pienso”, dijo.
Ahora, la probabilidad de que un niño o un adolescente que migra a Estados Unidos “se vea a sí mismo en las páginas de un libro es mayor de lo que fue en mi caso, debido a mi trabajo”.
Zamora también ha empezado a interactuar con su pasado de forma más directa. Luego de mudarse a Tucson, Arizona, —y de reconciliarse con el hecho de que, a una corta distancia en auto de su casa puede ver las lomas desérticas que atravesó de niño— empezó a hacer voluntariado con Salvavision, una organización de asistencia a migrantes que opera en los corredores del desierto del sur de la ciudad, que son punto focal de los cruces fronterizos, las deportaciones y la actividad de los cárteles. Más de 125 cuerpos se han hallado en esa zona solo este año, según las cifras oficiales.
La organización hace poco abrió un centro para migrantes en Sasabe, Sonora, una pequeña ciudad fronteriza a unas 112 kilómetros de Tucson, donde Zamora pasó una noche durmiendo en la calle cuando tenia 9 años. En la pandemia se dispararon las deportaciones a esa ciudad.
“Mandar a la gente ahí es criminal”, dijo Dora Rodríguez, la directora ejecutiva de Salvavision. “No hay transporte público, hospitales, albergues ni para la gente de ahí”.
Para Zamora, los riesgos inmediatos de la migración, al menos, se han desvanecido. Con su visa puede vivir sin preocuparse de “toparse con carros de la patrulla fronteriza”. Pero sigue reconciliándose con los sentimientos encontrados de un niño de El Salvador que vive en Estados Unidos.
El escritor afirma que reconoce las oportunidades que ha tenido en este país. Pero también es consciente de que, ya que Estados Unidos tuvo una profunda participación en la guerra civil de su país, que duró de 1980 a 1992, y en la deportación de pandilleros a un El Salvador devastado tras la guerra, el gobierno estadounidense comparte la responsabilidad por las realidades que empujan a los salvadoreños a emigrar: la violencia de las pandillas, la inestabilidad política, la falta de oportunidades económicas.
“Incluso bajo un gobierno estadounidense de derecha hay más posibilidades que con cualquier gobierno de mi país, y es por eso que la gente se viene para acá”, dijo Zamora. “La política es secundaria, es un asunto de vida o muerte”.
Zamora sigue sanando, aunque todavía no ha hablado mucho con sus padres de todo lo que le pasó de pequeño. Su madre intentó leer Solito, pero no pudo pasar del primer capítulo, al ver lo que su hijo había pasado por intentar llegar a ella. Zamora se dirige a sus padres en los agradecimientos del libro, escribiendo que espera que “no carguen con la culpa, porque hace tiempo que los he perdonado”.
Más que nada, dice Zamora, ha necesitado fuerza de voluntad para afrontar su trauma.
“Mi yo de 9 años, sentí que siempre me seguía como una sombra. Nunca me había parado a mirarlo ni a honrarlo por lo que realmente es, un superhéroe”, concluyó.