[Este ensayo se publicó originalmente en inglés en 2011]
En mi primera cita con Mark, me preguntó cuánto tiempo había pasado desde mi última relación.
Me quedé mirando la mesa y me aferré a mi cerveza. Siempre había odiado esa pregunta. Me hacía sentir objeto de una impertinente evaluación, como un asesor laboral que pregunta por una laguna en tu currículum o un dentista que te pregunta con qué frecuencia usas hilo dental.
Sabía que no me estaba evaluando. Habíamos trabajado juntos durante dos meses y, en aquel bar abarrotado, hablamos con la naturalidad y la franqueza de los buenos amigos: me contó sobre el dolor de su divorcio, las tensiones económicas, la soledad. Había estado rondando mi oficina, enviando correos electrónicos en los que me coqueteaba y (lo más adorable para mí y lo más mortificante para él) sonrojándose cada vez que le hablaba. Era obvio que yo le interesaba.
Pero seguí sin contestar. No quería que supiera la verdad: que tenía 39 años y que hacía ocho que no tenía un novio formal. Ya había visto antes a hombres retroceder por esa información, incluso cuando la cifra era menor. Me miraban con frialdad y curiosidad, como si fuera un restaurante con pocos clientes o una casa que lleva demasiado tiempo en venta. Un hombre llegó a decirme: “¿Cuál es tu problema?”.
“No lo sé”, le había contestado.
“¿Pero eres atractiva?”, dijo, como si ya no estuviera seguro.
“No sé qué decirte”, le dije. “No sé por qué”.
Ahora, ante la inocente pregunta de Mark, quise dar una evasiva. “Mucho tiempo”, dije deprisa.
Mark no pareció darse cuenta de la evasiva. Le dio un sorbo a su cerveza y pasamos a otros temas —nuestros compañeros de trabajo, las novelas de Douglas Coupland, Seattle— y luego, en una esquina a la salida del bar, a nuestro primer beso. Sabía que en algún momento tendría que contárselo. Pero aún no.
Cuando aquel hombre me hizo esa pregunta —“¿Cuál es tu problema?” — claro está que me sentí indignada. Terminé mi trago y le dije que tenía que madrugar. Pero, para ser honesta, su pregunta no era peor que la que yo me hacía casi todos los días. No era que me odiara a mí misma, sino más bien se trataba de un vacío que me golpeaba el pecho en determinados momentos: un largo viaje en metro de vuelta a casa tras una cita mediocre, una conversación telefónica con una amiga casada que de repente dice que tiene que irse, pues su marido acaba de sacar el asado del horno.
Mi consuelo vino del lugar donde las mujeres solteras solemos encontrarlo: mis otras amigas solteras. Nos reuníamos las noches de los fines de semana, para intercambiar historias divertidas y trágicas de nuestras desastrosas vidas sentimentales, nos reafirmábamos mutuamente nuestra belleza, inteligencia y bondad colectivas y nos maravillábamos de la idiotez de los hombres que no veían eso en nuestras amigas.
Sobre todo, intentábamos entenderlo todo. ¿De verdad nuestras amigas casadas eran mucho más deseables que nosotras? De vez en cuando alguien declaraba que las mujeres casadas no eran tan felices como decían, que eran ellas las que nos envidiaban. Pero esta teoría nunca llegaba muy lejos: sabíamos que nuestras amigas casadas nunca querrían estar en nuestro lugar, por mucho que se quejaran de sus maridos.
Por supuesto, abundan los libros y las series de televisión populares que detallan la vida de esas mujeres, pero en esas historias, hombres adorables se acercan sin cesar a las heroínas en parques y paradas de autobús y las invitan a cenar. La mujer soltera de las series de comedia nunca está sola mucho tiempo. Pasa de un hombre a otro con la misma frecuencia con la que cambia de bolso. Mis amigas y yo tuvimos varias citas y relaciones cortas, pero casi siempre estábamos solas.
Aunque muchas de nosotras veíamos y disfrutábamos esos programas —y no nos importaba mucho cuando la gente nos decía que nuestra vida era “justo como” la de las protagonistas—, el estereotipo que crearon de la solterona de más de 30 que anda a la caza de hombres pesaba sobre nosotras. Ser una mujer soltera que preferiría no serlo de alguna manera significaba que eras una tonta, una cabeza hueca que tenía pocas preocupaciones más allá de ir de compras, hacerse la pedicura y preguntarse si el hombre de turno te iba a llamar. A mis amigas y a mí no nos interesaban ni las compras ni la pedicura, pero eso no nos impedía sentirnos muy avergonzadas por anhelar el amor.
Admitir que querías un marido —por no decir que te angustiaba no tener uno— parecía una traición al feminismo. Se suponía que estábamos por encima de eso (lo cual tampoco significa que una verdadera feminista haya dicho que querer estar en una relación sea lo peor que puedes hacer. Los correos electrónicos que recibíamos de NOW y Planned Parenthood se centraban en los derechos reproductivos y la igualdad de salarios, no en las citas ni el matrimonio).
Profesar la necesidad de amor también puede interpretarse como una prueba de que no estás preparada para ello. Una noche de diciembre, mientras tomaba unas copas con un amigo casado, se exasperó con mis quejas (ciertamente molestas) por tener que pasar otra Navidad sin pareja. “Sara, en casi todos los aspectos lo tienes claro”, me dijo, “¡pero en este tema te conviertes en una chica ridícula!”.
Al igual que las mujeres solteras de todo el mundo, estaba convencida de que el problema debía ser yo, que había algún defecto de fondo —arrogancia, baja autoestima, temor al compromiso— que había que arreglar. Yo necesitaba un arreglo.
Como escritora independiente, no podía pagar por un buen terapeuta, pero mi trabajo sí me dio acceso a algunos de los mejores profesionales de la salud mental del país. Mientras escribía artículos sobre primeras citas y rupturas, entrevistaba a profesores de psicología y terapeutas, y salpicaba la conversación, sin pudor, con anécdotas de mi propia vida. Intentaba llegar a la raíz del problema, en beneficio de las mujeres del mundo y en el mío propio.
También hablé con muchos autores de libros de autoayuda. Entre ellos, estaba la señora casada que creía en la mano dura en el amor, que decía que la clave para encontrar un alma gemela era madurar, dejar de quejarse y hacerte algo en el cabello. O el buscador mágico de almas gemelas, que recetaba escribir un diario, dar largas caminatas, tomar baños de burbujas a la luz de las velas y otros trucos por el estilo. Y también estuvo “El hombre”, es decir, un chico más o menos guapo que escribió un libro, que daba consejos sobre cómo ligar con él, que consistían en no ser crítica y tener el pelo largo.
Así que me dejé crecer el pelo. Me di baños de burbujas. Y, por supuesto, comencé a analizar mis conflictos. ¿Acaso mi fracaso provenía de mi fobia latente al compromiso (enmascarada con astucia como un deseo real de compromiso), como dejó entrever un experto con un corte de cabello en forma de casco? ¿Acaso sentía que no tenía valor y le comunicaba a cada hombre que conocía esa baja autoestima? (otra amable sugerencia). ¿Mi incapacidad para “amarme a mí misma” significaba que no era capaz de amar a alguien más?
¿O quizás no era lo suficientemente positiva? Los expertos concuerdan en que una actitud positiva es muy importante para atraer a los hombres. Entendía por qué, sin duda. Pero digamos que no es mi punto fuerte. Creo que el calentamiento global es real y que el paraíso en el cielo es una fantasía. Creo que la gente que piensa que “todo pasa por algo” no debe haber abierto nunca un periódico. Algunos le llamarán negatividad. Yo lo llamo ser realista.
Me pasaron muchas cosas buenas durante mi periodo de construcción de la nueva versión de Sara. Fui a colonias de artistas, enseñé narrativa a jóvenes de barrios desfavorecidos, adopté a un perro rescatado, aprendí a pararme de manos, todo con la bandera de “aprender a amar mi soltería”. Y me aseguré de que todo el mundo supiera que mi vida era increíble, con o sin un hombre: ¡mi precioso apartamento, mi carrera tan satisfactoria, mis amigos increíbles! Sin embargo, también sabía que no podía jugar esa carta con demasiada frecuencia, no fuera a ser que el coro griego llegara a la conclusión de que mi vida funcionaba a la perfección y no dejaba espacio para el amor. Como me dijo una vez un amigo: “A veces ves a una mujer que se las arregla tan bien que piensas: ¿para qué me necesita?”.
Mis esfuerzos me valieron muchos amigos y llenaron mi agenda de actividades gratificantes. Tuve citas por internet, citas rápidas y citas a ciegas. Tenía un cabello estupendo y una sonrisa que emanaba confianza. Pero seguía sin encontrar pareja. Y en la oscuridad del sábado por la noche, seguía preguntándome: “¿Cuál es mi problema?”.
Mark y yo salimos durante un mes antes de que le revelara mi pobre historial amoroso. Cuando lo hice, se encogió de hombros. “Pues qué suerte tengo”, dijo, “todos los demás fueron unos idiotas”.
Y eso fue todo. Para Mark, yo no era un problema que tenía que resolver ni un rompecabezas que había que solucionar. Era la chica de la que se estaba enamorando, tal como yo me estaba enamorando de él.
Seis años después, el pasado mes de junio, celebramos nuestro primer aniversario de boda. Mis amigas íntimas, con las que había compartido muchas sesiones improvisadas de terapia, vinieron a la boda en un pequeño parque de Brooklyn. Y llevaron a sus maridos.
¿Encontramos el amor porque maduramos, fuimos sinceras y resolvimos nuestros problemas? No. Simplemente encontramos a los hombres adecuados. Encontramos a hombres que nos aman a pesar de que seguimos siendo malhumoradas y neuróticas, de que aún no hemos triunfado en nuestras carreras y de que a veces alzamos la voz al hablar, bebemos demasiado y decimos palabrotas cuando escuchamos ciertas noticias en televisión. Tenemos canas, ropa pasada de moda y una mala actitud. De todos modos, nos aman.
¿Que qué hay de malo en mí? Muchas cosas. Pero ese nunca fue el problema.
Sara Eckel es autora de It’s Not You: 27 (Wrong) Reasons You’re Single.