Para esclarecer estas preguntas y muchas otras, necesitamos una investigación a fondo, llevada a cabo de manera pública, con el objetivo de fijar unos mecanismos claros de rendición de cuentas y que deriven en unas claras consecuencias.
El Polar Prince, el barco desde el cual partió el sumergible, es de titularidad canadiense y tiene su domicilio social en Canadá. La autoridad competente en dicha jurisdicción, la Junta de Seguridad del Transporte de Canadá, anunció que investigará no solo el naufragio, sino también “las circunstancias de la operación”. La Guardia Costera estadounidense calificó la pérdida como “un grave siniestro marítimo” y dijo que convocaría una Junta de Investigación Marítima en colaboración con la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte. Estas son medidas positivas, pero mucho depende de cómo se ejecuten. El alcance de la investigación, el modo en que se lleve a cabo, su grado de transparencia y la contundencia de sus conclusiones deberían ser de vital importancia no solo para la comunidad de los sumergibles, sino para todos.
Existen motivos para esperar que se pueda sacar alguna cosa buena de este terrible naufragio. Eso fue, casualmente, lo que ocurrió hace más de un siglo, cuando el Titanic se hundió en una fría mañana de abril de 1912. El Senado estadounidense y la Cámara de Comercio británico realizaron pesquisas sobre la pérdida del transatlántico. Dichas investigaciones dieron lugar al Convenio Internacional para la Seguridad de la Vida Humana en el Mar, que exigía que casi todos los barcos transoceánicos dispusieran de suficientes botes salvavidas, realizaran simulacros de salvamento, contaran con señales de socorro estandarizadas y respondieran a las embarcaciones en apuros, y de ahí las extensas labores de rescate del Titán. En la actualidad, el transporte marítimo está regulado por un sinfín de convenios y leyes, con tratados internacionales —supervisados por la Organización Marítima Internacional de las Naciones Unidas— que aseguran que los barcos, al margen de su procedencia, cumplan unos determinados estándares.
Estas normas no suelen aplicarse a los sumergibles, que suelen estar cubiertos por las normativas de cada país, pero solo en aguas territoriales.
Hoy en día, los horizontes de la búsqueda de emociones se extienden incluso a los viajes en cohetes privados, con unos precios estratosféricos. A pesar de lo arriesgadas que parecen esas actividades, las naves, lanzadas en Estados Unidos, operan bajo la jurisdicción de la Administración Federal de Aviación y dentro de los parámetros del Tratado sobre el espacio ultraterrestre de 1967. El lugar del naufragio se encuentra en aguas internacionales, tal como se definen en la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, adoptada en 1982. El mar que hay más allá de las aguas territoriales sigue siendo un mar sin ley. Estados Unidos ni siquiera ha ratificado la convención de la ONU. ¿Cómo podemos, entonces, prevenir otra catástrofe como la del Titán?