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¿Bastan 20 millones de euros para salvar a un pueblo del olvido?

LIVEMMO, Italia — El único trabajador de tiempo completo en Livemmo, un aislado poblado de montaña de 196 habitantes en el norte de Italia, tiene muchos pendientes en su lista.

En una mañana reciente, a las 7:26, selló su tarjeta de asistencia, levantó las persianas y ordenó la oficina del ayuntamiento. Luego manejó un autobús escolar amarillo por las carreteras cubiertas de niebla para recoger a los niños con gorros de invierno de las aldeas de los alrededores; tocaba el claxon en las curvas resbaladizas por las hojas rojas del otoño y bajaba la velocidad mientras rodeaba los campanarios. Cuando regresó a la oficina, pagó una factura y respondió correos electrónicos. Luego se dedicó a su otra tarea: ayudar al pueblo a gastar los casi 20 millones de euros (cerca de 21 millones de dólares) que destinó el gobierno de Italia a salvar a Livemmo del olvido.

“Es mucho trabajo gastar todo este dinero”, dijo Marino Zanolini, de 57 años, sobre los fondos. “Al final, si algo sale mal, ya sabes quién va a ser el culpable”.

Este año, Livemmo venció a decenas de otros poblados de la región de Lombardía para obtener una parte de los cerca de 200.000 millones de euros de los fondos de recuperación de la COVID-19 que la Unión Europea reservó para Italia. Esta nación tiene una de las poblaciones más envejecidas de Europa y la combinación de su paupérrimo índice de natalidad y el aumento de la longevidad de su creciente población de personas mayores ha creado una crisis económica y existencial que ha preocupado a varios gobiernos.

Italia ha destinado 420 millones de euros en fondos de ayuda para revertir el envejecimiento y la desaparición de 21 de sus pequeños poblados más amenazados, uno en cada gran región o provincia. Livemmo —un lugar conocido por sus paseos montañosos, sus tierras de pastoreo y su desfile de carnaval con personajes como una mujer que lleva a un hombre en una cesta— ganó la lotería para la revitalización de su región con una propuesta para convertirse en un vibrante destino turístico.

Su propuesta incluía gastos para una conexión Wi-Fi decente (366.000 euros), la ampliación de los alojamientos turísticos en sus centenarias casas de piedra (549.000 euros) y una red ampliada de carriles para bicicletas (5,86 millones de euros). El poblado tiene previsto convertir un campo de tierra rodeado de asientos de plástico amarillos y azules clavados a unos troncos en un complejo deportivo nuevo con pasto sintético, estacionamiento y vestidores (1,22 millones de euros). También prevé la compra de almacenes privados para convertirlos en centros para los artesanos locales del queso, la miel y la madera (3,03 millones de euros).

Para compensar la pérdida de su único médico, que se jubila a finales de mes, también se propuso implementar un sistema de brazaletes de medicina a distancia para monitorear los signos vitales de los adultos mayores del pueblo (por un costo de 183.000 euros). Además, ya presupuestaron incentivos para atraer a más familias, negocios y “empresas emergentes creativas en el sector del arte contemporáneo, con atención especial en el tema de la madera” (1,46 millones de euros).

“Es una oportunidad única e inimaginable”, dijo Giovanmaria Flocchini, alcalde de la ciudad donde se encuentra el poblado de Livemmo. Flocchini considera que el pueblo forma parte de un experimento importante para Italia, pero también para las sociedades envejecidas de toda Europa que buscan demostrar que una afluencia de dinero puede salvar a los pueblos (y toda su historia y patrimonio cultural) de la despoblación y el abandono. “Me siento doblemente responsable”, aseveró. “Si fracasa en nuestro caso, fracasará para todo el mundo”.

No obstante, el pueblo tiene que empezar a gastar el dinero a más tardar en julio y terminar en junio de 2026. A Zanolini, que lleva casi 30 años trabajando para Livemmo y a quien le gusta hacer las pausas para comer en la casa de sus padres, al final de la calle, le preocupan las decenas de miles de documentos de la fase de planificación y luego las decenas de miles de contratos más que hay que organizar, firmar digitalmente y pagar en la fase correspondiente.

“Todo tiene que pasar por el ayuntamiento”, dijo Zanolini. Y añadió: “El 90 por ciento de las veces estoy solo”.

Flocchini, que también es presidente de una asociación local de administradores que ayudó a redactar la propuesta, está negociando con el gobierno nacional y con las autoridades regionales para que lo dejen utilizar 800.000 euros de los fondos en cuatro años con el fin de contratar consultores profesionales. En una zona del país con un alto nivel de empleo, le está resultando difícil atraer a los habitantes de la zona para que abandonen sus sólidos puestos de trabajo a 32 kilómetros de distancia y se dediquen a trabajos temporales más cercanos a sus hogares.

Tras un breve paseo por el pueblo, por los almacenes que imaginó como centros culturales y las casas de piedra del siglo XVII que vislumbró como encantadores alojamientos turísticos, el alcalde regresó al ayuntamiento y observó que Zanolini le mostraba a una habitante cómo encajar la tapa de su nuevo bote de basura para que no se rompiera con el frío. El alcalde admiró al trabajador del pueblo por ser tan polifacético, “pero”, dijo, “no puede hacer esto; ese no es su trabajo”.

Como ocurre en muchas ciudades pequeñas de Italia, añadió, “no puedo negar que nos está costando trabajo gestionar esto”.

Sin embargo, el mayor reto quizá sea que una parte importante de la población no quiere el dinero.

“Un sector de la población no está muy entusiasmada”, dijo el alcalde. “No puedes hacer que las personas de 80 años cambien de opinión”, afirmó.

O algunas personas de 70 años.

“Mi temor es que todo el poblado cambie. Nos invadirá gente que no conocemos”, dijo Graziella Scuri, de 73 años, propietaria de uno de los cinco restaurantes de Livemmo, mientras usaba una cuchara para servir pasta casoncelli casera rociada con mantequilla. Scuri añadió que un rasgo de carácter que define a los habitantes trabajadores y con frecuencia aislados es que “somos un poco cerrados”.

Su hijo, Daniele Meschini, de 38 años, cuestionó la conveniencia de intentar transformar en atracción turística a un pueblo de montañeses taciturnos y envejecidos que se preocupaban más por tener un médico de guardia. “¡Toda esa gente que quiere venir a ver cabras!”, dijo. “Yo me crie con cabras, así que me parece absurdo”.

Un escepticismo cercano al mal humor impregnaba las calles pequeñas y empinadas, escasamente pobladas por ancianos que se detenían para tomar un respiro junto a la iglesia o contemplaban la vista del valle mientras las campanas repicaban en las colinas circundantes. Mientras Alessandro Bettinsoli, vestido con un uniforme de ciclista, sacaba su bicicleta de un garaje y pasaba sobre las piedras empedradas del río, ridiculizó todo el dinero gastado en los nuevos senderos para bicicletas.

“Soy el único que los usa”, dijo.

Hace unos cinco años, cuando el poblado de Livemmo estaba preocupado por su índice de natalidad casi inexistente y la pérdida de vida civil, el pueblo invirtió en una pequeña tienda de comestibles. Daniela Guffi, de 27 años, se mudó al pueblo para trabajar ahí porque, según dijo, su madre era de Livemmo, le encantaban las montañas y creyó que sería un buen lugar para formar una familia. Mientras terminaba de reponer las botellas de sambuca encima del mostrador, dijo que esperaba lo mejor, pero que “todos somos un poco escépticos porque sabemos muy poco”.

El pueblo tiene sus encantos, aseveró Guffi, y los turistas de Brescia y Milán, desesperados por escapar del calor extremo del cambio climático, en los veranos buscaban refugio aquí, pero durante todo el año, dijo, “es difícil ser joven en este lugar. En pareja es una cosa; estando solo es otra”.

En parte por necesidad, Flocchini ha legado sus esperanzas en los jóvenes de Livemmo, y en las familias en particular, pues confía en que algunos puedan comprarles los restaurantes a los propietarios que van envejeciendo o iniciar negocios y tener más hijos para mantener la escuela local a flote.

Giulia Turrini, de 33 años, quien tiene dos hijos pequeños, administra un hotel que ofrece alojamiento y desayuno en el histórico edificio del ayuntamiento. El pueblo espera convertir la bodega de piedra, que en la actualidad está llena de chatarra, tanques de gas, puertas y cestas rotas, en una sala de exposición de vinos y quesos locales. “La gente de mi edad es la que más lo va a aprovechar”, dijo respecto a los recursos aportados por el gobierno. “La generación mayor es más negativa y le tiene miedo al cambio”.

Al otro lado de la calle, Sabrina Bresciani, de 28 años, salió de su casa con su hija, Aurora, quien dijo que era la única niña nacida en el pueblo en 2021. “Espero que se invierta bien”, dijo Bresciani sobre el dinero. “También para la próxima generación”.

Esa nueva generación regresó a casa en el autobús escolar conducido por Zanolini más tarde ese día. Mientras Erica Scuri, de 40 años, esperaba la llegada de su hija Anita, de 5 años, le preocupaba que los casi 20 millones de euros fueran “un poco desperdiciados”.

“Mira a tu alrededor”, dijo, “falta todo”.

Unos minutos más tarde, Zanolini dejó a Anita con un saludo amistoso y se adentró en las calles estrechas. Scuri se preguntó si su hija se quedaría en el pueblo o se mudaría a otro lugar cuando creciera. Una voz estalló desde abajo.

“¡Aquí!”, gritó Anita.

Gaia Pianigiani colaboró con este reportaje desde Siena, Italia.

Jason Horowitz es el jefe de la corresponsalía de Roma; cubre Italia, Grecia y otros sitios del sur de Europa. Cubrió la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos, el gobierno de Obama y al congreso con un énfasis en perfiles políticos y especiales. @jasondhorowitz


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