Durante un tiempo, seguí defendiendo esta forma de comer ante los demás y ante mí mismo. Mientras los críticos y escépticos se quejaban de la facilidad con la que se podían adquirir y producir los alimentos procesados, yo alababa la eficacia del sistema alimentario industrializado. Mientras los sibaritas criticaban la combinación de conservadores y productos animales para crear algo apetecible, yo elogiaba los alimentos que, en su mediocridad, eran paradójicamente bastante buenos. Mientras los entusiastas de clóset de la comida procesada (¡sé que están ahí!) se preocupaban porque los alimentos procesados no eran naturales, yo me preguntaba quién necesitaba a la naturaleza, esa fuente de decadencia y muerte.
Me avergoncé de que Donald Trump pensara como yo. Su amor por las Big Macs, los Filet-O-Fishes y la Coca-Cola de dieta era inaceptable para los demás. ¿Cómo que sirvió un festín de comida rápida en la Casa Blanca? ¡Sacrilegio!
Sin embargo, en mi caso, que en la Casa Blanca hubiera McDonald’s era como un sueño. Era fácil reírse de las contradicciones entre los gustos culturales de Donald Trump y su condición social, pero entendí que esas mismas contradicciones eran las que lo convertían en un demócrata con de minúscula, en un estadounidense más que se alimentaba de comida procesada, que él llama “la gran comida estadounidense”.
Pero cuanto más tiempo pasaba en este mundo de helado casero, pato y col rizada, más familiar me resultaba y yo a él. Otros momentos de asombro ayudaron a acelerar mi asimilación: “Ah, ¿así que eres del Valle del Río Grande?”, me preguntó una vez un profesor que conocía poco la región. “Ahí es donde piensan que Olive Garden es un restaurante elegante, ¿no?”. Puede que mis nuevos compañeros ignorasen los alimentos con los que crecí, pero yo no iba a hacerles la vida fácil.
Ahora, mis horizontes culinarios son más amplios. Cuando me mudé a Nueva York en 2021, decidí equipar mi cocina con muchas de las ollas, sartenes y utensilios recomendados por el sitio web Serious Eats. Compré y hojeé el libro de cocina Sal, grasa, ácido, calor. Aprendí a hacer conservas y a asar un pollo. Empecé a comprar ensaladas en Trader Joe’s.
No dejé de comer alimentos procesados. De hecho, puede que los haya comido más. En la vorágine de los últimos tres años, una época llena de pérdidas, incertidumbre y cambios, en la que me gradué de la universidad durante una pandemia y me mudé a Nueva York para empezar un trabajo que se suponía que iba a durar solo un año, busqué arraigo en las comidas de mi juventud. Quería recuperar esa magia, la emoción ante la posibilidad de satisfacción y placer. Así que comí McDonald’s, Little Caesars y Hamburger Helper, intentando alcanzar lo que la escritora gastronómica M. F. K. Fisher describe como esa “calidez, riqueza y fina realidad del hambre satisfecha”.