Cuando hace demasiado calor durante el día para sembrar, ¿qué otra opción tienes sino hacerlo de noche? Ni el sombrero flexible ni montones de protector solar me llevarán a empujones al resplandor de un día caluroso y húmedo, que quizá rompa la marca de 32 grados Celsius. O, como informa nuestro meteorólogo local: un día con una sensación térmica de 39. Así que, después de cenar, me aventuro a salir al jardín, con los perros detrás, a supervisar los arriates elevados en la frescura del atardecer.
Llevo una canasta llena de semillas, hilo verde para atar los tomates más alto y estacas de madera y marcadores negros para registrar una vez más lo que sembré, algunos cultivos nuevos y otros una repetición de los plantados a principios de temporada. Estamos en pleno verano y las lechugas, los rábanos y las chalotas se están marchitando, pero la albahaca, los tomates, los ejotes y las calabacitas por fin están brotando. Un poco más de lluvia y calor y podré preparar mi primer sándwich de tomate, sin duda uno de los motivos que te impulsan a plantar un huerto.
Al anochecer, un silencio se instala en el huerto y me acuerdo de una vez que no hablé durante una cena de meditación en un retiro hace algunos años. Comer sin hablar me hizo darme cuenta de detalles que me habría perdido si hubiera estado parloteando: quién llevaba un anillo de bodas o qué bocados dejaba la gente esparcidos en sus platos. Incluso la comida sabía diferente. Sucede algo parecido con mi jardín al atardecer.
Sin el resplandor y el parloteo del día, sin los ruidos que compiten entre sí, sin el ajetreo y las prisas, mi pequeña parcela adquiere un nivel más profundo de tranquilidad, quizá es incluso más pacífica. Por mucho que adore el canto diario de aves como los rascadores orientales, los cucaracheros de Carolina y las crías de halcón en sus primeros vuelos, gritando “¡Ma! ¡Ma! ¡Mírame!”, muchas de las criaturas emplumadas de esta granja también dan el día por terminado. Las abejas ya se callaron después de haber terminado su sorbo diario de borraja, una hierba que dejo crecer solo para ellas.
No obstante, escucho el silbido del viento en la cumbre y, a pesar de los placeres de estar en el jardín por la noche, sigo rezando para que el viento traiga lluvia y marque el comienzo de un frente frío muy deseado. Quizá la jardinería nocturna se convierta en una de las necesidades de un planeta que se está calentando.
Cuando cultivo el jardín de noche, observo aspectos totalmente distintos del mundo natural. Veo a nuestro único murciélago sobrevolando en picada, aunque mi esposo afirma que este verano ha visto dos temprano por la mañana. Uno o dos, no importa, pues sé muy bien que la mayoría de nuestros murciélagos de Pensilvania han desaparecido.
Me concentro más en el mágico centelleo de las luciérnagas, tratando de discernir el característico patrón de vuelo de los machos, con un bucle hacia arriba como la letra J, mientras buscan con ansias una pareja durante sus tres o cuatro semanas de vida. Observarlas es muy especial para mí desde que me enteré de que un macho puede ser devorado si se abalanza sobre una hembra de cierta especie que vive en el suelo. Los expertos en luciérnagas llaman a esta especie depredadora “mujer fatal”.
Un ciervo resopla en el bosque junto a la cerca del jardín. Tal vez, en la oscuridad yo estoy demasiado cerca y lo incomodo. Oigo a los grillos cantar. “Hacen resonar las colinas”, escribió Gilbert White en La historia natural de Selborne. Advierto las primeras estrellas.
A medida que se desvanece la luz, planto una segunda cosecha de cilantro y rúcula, guiada por el blanco brillante de cuatro tutores o estacas de soporte en el centro del jardín. Aún consigo ver lo suficiente para cavar mis hileras, plantar las semillas y garabatear en mis marcadores de madera. Abro las vainas secas de las amapolas Shirley y esparzo las minúsculas semillas negras por el suelo, imaginando la gloria venidera de las flores rojas, blancas y rosas que adornarán mi jardín la próxima primavera.
Llamo a mis compañeros perrunos, dispuestos como están a acompañarme a cualquier parte, en cualquier momento. No me preguntan por qué estoy arrancando malas hierbas, enterrando ajos o enroscando las enredaderas de pepinos por la noche. Una solo quiere que le dé de comer frambuesas. Cuando salgo del jardín para darles las buenas noches a las gallinas y cerrar el gallinero, está tan oscuro que ya se acostaron y no necesito reunir a las rezagadas.
A medida que me acerco a la casa veo en el sureste, justo por encima de las copas de los árboles, una luna anaranjada, casi llena y brillante, que comienza a asomarse. Oigo a las ranas toro croar en el estanque y a los coyotes aullar en el bosque. Me gustaría poder decir que he visto algo milagroso al cultivar mi jardín por la noche, por ejemplo, una mamá puercoespín y su cría, que me muero por ver, o al menos que he oído el lamento del cárabo norteamericano, pero es solo una noche encantadora en un huerto de Pensilvania.
¿No es eso milagro suficiente?
El libro de Daryln Brewer Hoffstot, A Farm Life: Observations From Fields and Forests, fue publicado esta primavera por la editorial Stackpole Books.