Es posible que los observadores externos crean que se están produciendo situaciones similares a la Primavera Árabe, incluso a una revolución, en las manifestaciones que se han producido en distintas ciudades de China.
Se trata de las manifestaciones más numerosas y ambiciosas que han sucedido en el país en años. Algunos de los participantes incluso exigen la renuncia de Xi Jinping, el líder máximo de la nación. El 30 de noviembre, nuevos videos de enfrentamientos sucedidos la noche anterior circularon en la ciudad sureña de Cantón, donde varios residentes derribaron barricadas y lanzaron botellas a los policías.
Pero si los manifestantes en China esperan lograr un cambio político arrollador, quizá se topen con obstáculos incluso peores que la temible reputación de su gobierno de aplastar cualquier señal de desacuerdo y probabilidades todavía más reducidas de lo que puede aparecer en la superficie.
Tres grandes fuerzas obstaculizan las protestas, dos de ellas son de carácter global y una es propia del sistema político en China.
En primer lugar, las probabilidades de éxito de las protestas que buscan derrocar a un líder o gobierno se han visto reducidas en años recientes; en la actualidad, la gran mayoría fracasa debido a los cambios en la naturaleza de las comunicaciones, la organización y la represión. Es una tendencia que China parece reflejar a la perfección.
En segundo lugar, el gobierno chino es la expresión de un tipo de autoritarismo conocido como gobierno revolucionario, que según estudios recientes es tremendamente perdurable incluso cuando surgen agitaciones explosivas.
Por último, el Partido Comunista que gobierna en China ha demostrado en repetidas ocasiones sus habilidades excepcionales para manejar erupciones de enojo popular, que son más comunes ahí, aunque a menor escala, de lo que podrían pensar los observadores del exterior.
Además, el gobierno tiene una habilidad especial para mantener la unidad entre la élite del país, que en general representa un factor decisivo para determinar si las protestas pueden forzar un cambio sistémico.
Eso no quiere decir que las manifestaciones estén condenadas al fracaso. Algunos movimientos populares que exigieron la retirada de un autócrata han tenido éxito. También hay que subrayar que existen distintas versiones de éxito que no incluyen la salida de Xi como, por ejemplo, la flexibilización de las políticas “cero covid” del país.
De cualquier manera, si parte de la élite de China no rompe relaciones con Xi y apoya a los manifestantes “la situación que me parece más probable es que las protestas se apaguen poco a poco (como ocurre con la mayoría de ese tipo de movimientos en casi todos los países)”, escribió William Hurst, investigador de la Universidad del Noroeste en Estados Unidos, en su cuenta de Twitter.
“Igual que estallaron de forma espontánea en un periodo corto”, predijo Hurst, quien se dedica a estudiar movimientos sociales en China, “se irán apagando sin llegar realmente a un clímax o desenlace”.
El poder menguante de las protestas
Durante la mayor parte del siglo XX, las protestas masivas con el propósito de exigir algún cambio en el gobierno se hicieron cada vez más comunes y exitosas en todo el mundo y lograron derrocar a muchos dictadores. Para principios de la década de los 2000, dos de cada tres de esos movimientos alcanzaban su meta, según investigaciones dirigidas por Erica Chenoweth, de la Universidad de Harvard.
En retrospectiva, marcaron el punto máximo.
A mediados de la década de 2000, con todo y que ese tipo de protestas seguían aumentando en frecuencia, su tasa de éxito comenzó a decaer. Para finales de la década de 2010, sus probabilidades de obligar al gobierno a hacer cambios habían bajado a la mitad, a uno de cada tres movimientos. Datos de principios de la década de 2020 indican que es posible que haya caído de nuevo a la mitad y que ahora es uno de cada seis.
“Las campañas no violentas están teniendo las tasas de éxito más bajas en más de un siglo”, escribió Chenoweth en un artículo reciente, aunque esto solo se aplica a los movimientos que buscan la destitución de un líder o la independencia territorial.
Curiosamente, este cambio sucedió justo cuando las protestas masivas se volvieron más comunes, más rápidas y de mayor tamaño en todo el mundo, una tendencia que parecen seguir las protestas relámpago en China, que se extienden por varias ciudades.
¿Qué cambió?
Paradójicamente, las redes sociales, que les permiten a los manifestantes reunirse en cantidades impensables en otra época con un liderazgo formal mínimo, quizá también socaven esos movimientos, según una teoría de Zeynep Tufekci, socióloga de la Universidad de Columbia y columnista de Opinión de The New York Times.
En otras épocas, los activistas pasaban años creando los vínculos necesarios para organizar movimientos nacionales. Las redes sociales permiten que los posibles manifestantes no sigan esos pasos y simplemente impulsen la reacción de otras personas con solo una publicación viral.
En consecuencia, pueden hacer que miles o millones de personas salgan a las calles de un día para otro… pero, en general, desaparecen igual de rápido.
Como no tienen ningún líder ni centro de acción, las protestas generadas a través de las redes sociales se fragmentan con más facilidad, en especial ante la represión. Además, tienen dificultades para coordinar una estrategia, lo cual es un paso necesario para exigir puntos concretos o cultivar aliados en las posiciones de poder.
Al mismo tiempo, los gobiernos autócratas han aprendido de las revueltas de los años 2000 en los Estados que fueron soviéticos, así que saben mejor cómo adoptar posturas más astutas ante los movimientos de disconformidad.
En vez de recurrir a las medidas enérgicas radicales de otras eras, que en muchos casos resultaban contraproducentes, ahora socavan las protestas con métodos más lentos y sutiles. Crean confusión con propaganda, promueven fisuras al interior de los movimientos, contienen las protestas y luego esperan a que pasen o solo aplican la fuerza necesaria para desalentar a los manifestantes sin provocar mayor enojo.
Y ahora las autocracias cooperan cada vez más y, a través de las fronteras, comparten métodos para lo que ven como una lucha común.
China ha sido un líder mundial en esto, vendiendo la tecnología de vigilancia y represión digital en todo el mundo. Sus líderes, después de todo, tienen mucha experiencia en la gestión de protestas.
La gestión de las protestas
Aunque los analistas extranjeros quizá piensen que los controles notoriamente autoritarios de China han hecho que nadie piense en protestar, en especial desde las manifestaciones a favor de la democracia en 1989, lo cierto es que ha ocurrido lo contrario.
En el país, ocurren decenas de miles de manifestaciones cada año, según datos monitoreados durante mediados de la década de 2010 por el académico chino Sun Liping. La mayoría son locales y se convocan por temas como la contaminación de alguna planta del gobierno o la corrupción oficial.
Se cree que los líderes chinos toleran protestas ligeras y quizá incluso les parece bien que ocurran, dentro de ciertos límites, como un espacio de “expresión de descontento popular que no desestabilice el sistema en su conjunto”, escribieron Vivienne Shue y Patricia M. Thornton, investigadoras especializadas en China.
Los dirigentes chinos saben que no pueden ser totalmente indiferentes a la voluntad popular. Pero, como no existen elecciones genuinas, los ciudadanos tienen pocas opciones para expresar los puntos que les causan enojo. Tolerar cierto nivel de protestas les da a los dirigentes una oportunidad de disipar los desacuerdos y hacer que los ciudadanos se sientan escuchados, antes de que el enojo cause un estallido.
Por lo general, la respuesta oficial es “mucho menos rígida y de estilo administrativo de lo que se supone”, escribió H. Christoph Steinhardt, investigador especializado en China, y añadió que el Estado “todavía tolera una cantidad considerable de desacuerdos”.
Algunas protestas se han convertido en movimientos más grandes. En 2002, decenas de miles de trabajadores de la ciudad de Liaoyang se manifestaron para exigir la destitución de los funcionarios corruptos que habían cerrado sus fábricas. En 2011, los vecinos del pueblo de Wukan expulsaron a los funcionarios del partido, declarando una especie de autonomía e inspirando a otros pueblos a seguir su ejemplo.
Ambas situaciones fueron descritas como amenazas importantes, quizás existenciales, para el Partido Comunista. Parecía que el gobierno estaba sorprendido por esa tendencia.
Pero, en ambos casos, los líderes de China contuvieron las protestas y dejaron que la gente se cansara. Eventualmente cedieron en muchas de las demandas de los manifestantes, e incluso encarcelaron a los funcionarios corruptos en Liaoyang, lo que provocó que las manifestaciones se dispersaran gradualmente. Luego, los funcionarios también encarcelaron a los líderes de la protesta.
Resiliencia revolucionaria
¿Por qué algunos dictadores caen debido a protestas públicas y otros no?
En un nuevo análisis exhaustivo de los gobiernos autoritarios del siglo pasado, los investigadores Steven Levitsky y Lucan Way identificaron un factor importante: la forma en que ese gobierno llegó al poder en un principio.
Según descubrieron, desde 1900 se han originado unas 20 autocracias a raíz de grandes revoluciones sociales. Entre ellas, se encuentran la Unión Soviética, la República Islámica de Irán y el gobierno comunista de China.
En promedio, las autocracias sobreviven unos 10 años. Después de ese periodo, las probabilidades de que se derrumben aumentan cada año, mientras se erosiona el apoyo popular y se ensanchan las grietas dentro de la élite gobernante.
Sin embargo, las autocracias fundadas a partir de una revolución tienden a sobrevivir muchas décadas. Es imposible definir una duración promedio, por la sencilla razón de que la mitad de las que se han formado siguen en el poder. La Unión Soviética cumplió 69 años, más que muchas democracias. Irán, por ahora, todavía demuestra una sorprendente resistencia a un movimiento de protesta nacional que ya lleva varios meses.
Esto no sucede porque esos sistemas gobiernen mejor. Más bien, tienen casi cinco veces más probabilidades de sobrevivir a episodios que derrocan a otros gobiernos, como la agitación generalizada o una lucha violenta por el poder.
La resiliencia de esos gobiernos, según los académicos, proviene de la revolución que los llevó al poder. Los movimientos revolucionarios suelen desarraigar todos los aspectos del viejo orden, desde los líderes empresariales hasta los cuerpos de seguridad y las burocracias administrativas.
A medida que la revolución sustituye esas organizaciones por las suyas, se quedan con pocos rivales internos o amenazas, cerrando las grandes fisuras que un movimiento de protesta debe abrir para forzar un cambio de liderazgo.
Esos sistemas también son notablemente cohesivos. Y los desacuerdos o las luchas de poder se producen entre los revolucionarios que están convencidos del sistema y trabajan para preservarlo.
Además, las características revolucionarias que dan resiliencia, según Levitsky y Way, son especialmente pronunciadas en China: una burocracia partidista tremendamente institucionalizada. Jerarquías de poder validadas al interior. Control político generalizado de las fuerzas militares y de seguridad. Se trata de un partido que está muy arraigado en todo tipo de esferas, desde consejos corporativos hasta proyectos locales de los poblados.
Incluso el gobierno más firme llega al punto de resquebrajamiento. Pero, según concluyeron los investigadores, el de China bien podría ser “uno de los regímenes más perdurables de la historia moderna”.
Max Fisher es reportero y columnista de temas internacionales con sede en Nueva York. Ha reportado sobre conflictos, diplomacia y cambio social desde cinco continentes. Es autor de The Interpreter, una columna que explora las ideas y el contexto detrás de los principales eventos mundiales de actualidad. @Max_Fisher • Facebook