Veinte animales de peluche yacían de manera siniestra boca abajo, hombro con hombro, formando un círculo perfecto en el suelo. Mi hija de 11 años, Mary, estaba sentada en el centro, como si celebrara un ritual esotérico.
Yo ya estaba acostumbrada a ese tipo de cuadros. Los peluches de Mary eran algo más que objetos que ella abrazaba en la noche. Eran pacientes en su consulta veterinaria, alumnos en su clase, extraterrestres en sus exploraciones del espacio y soldados a los que llevaba a la batalla.
De repente, abrió los ojos y dijo: “Quiero regalar todos mis peluches”.
“¿Qué? ¿Por qué?” Me quedé de piedra.
“Dijiste que regalemos nuestros juguetes a otros niños cuando ya no juguemos con ellos”.
“Pero ahora estás jugando con ellos”, le dije.
“Por favor, mamá”.
Fui a la cocina y volví con una caja de bolsas de basura. Examinó con cuidado cada animal, acarició su pelaje enmarañado, se los acercó a la nariz e inhaló profundo antes de meterlos en la bolsa. Con la segunda bolsa, las lágrimas ya resbalaban por sus mejillas.
“No tienes que regalarlos todos”, le dije. “Puedes quedarte con los especiales”.
Le tembló el labio. “Todos son especiales”.
“Entonces, ¿por qué los regalas?”.
“Porque ya no sé jugar con ellos”. Su cara se frunció y luego dijo con su típica precocidad: “Sé que pensabas que eran solo peluches, pero no lo eran. Eran mis amigos. Nunca me sentía sola porque los tenía. Antes cobraban vida, ahora ya no. Y nada de lo que haga les devolverá la vida. Sé que no me crees, pero es verdad”. Empezó a sollozar.
Pero le creí. Todo.
Cuando eran pacientes en su clínica, aquejados de heridas que ella trataba con nuestro botiquín, cada uno tenía una historia clínica. Cuando eran estudiantes, cada uno tenía una boleta de calificaciones; como soldados, cada uno tenía un expediente “Confidencial” que enumeraba sus puntos fuertes y débiles en la batalla. No solo anotaba el nombre, la edad y la ciudad natal de cada animal, sino también qué alimentos les gustaban, qué les asustaba y qué les encantaba.
Se zafó del brazo que yo le había puesto sobre el hombro y dijo: “En realidad nunca cobraron vida, lo sé, pero en mi imaginación sí”. Se volvió hacia mí con una rabia terrible. “Se me ha ido la imaginación y nunca me dijiste que pasaría esto”.
Le había contado, con más detalle del que quizá ella deseaba, los cambios físicos de la pubertad. No le había hablado de los cambios espirituales.
“Es parte del crecimiento”, murmuré.
“¿Pero no voy a volver a jugar con ellos nunca más?”. Su respiración se volvió agitada. “No volverán, ¿verdad? Ya lo sé”. Empezó a balancearse. “Se han ido”.
Estaba afligida, llorando por la pérdida de decenas de amigos a los que quería. No sirve de nada decir que esas relaciones eran solo imaginarias. Las emociones eran reales.
Y entonces, a pesar de mis años de experiencia como capellán de hospicio, a pesar de mis propias experiencias de duelo, a pesar de todo lo que sabía intelectual, emocional, profesional, espiritual y personalmente sobre el amor y la pérdida —a pesar de todo eso— miré a mi niña llorosa y realmente dije esto: “Bueno, sabes Mary Bear, cuando los niños dejan de jugar a fingir, empiezan a hacer otras cosas divertidas. Como… ¡hacer cosas! Ya sabes, podrías” —mi cerebro se aceleraba— “tejer suéteres o hacer cosas con madera. Podrías hacer estantes o un taburete”.
Dejó de llorar y me miró. En silencio.
“¿Hacer cosas con madera?”, dijo, las palabras llenas de sorna e incredulidad.
Había roto todas las reglas que conocía sobre acompañar a alguien que está de luto. Intenté arreglarlo. Intenté distraerla. Intenté cambiar de tema. Intenté alejarla de su pérdida en lugar de sentarme con ella.
Había entrado en pánico. Traicioné su dolor porque era muy doloroso presenciarlo. Me dijo que todos sus amigos queridos habían muerto, y yo le dije que hiciera un taburete.
Yo tenía experiencia personal en lidiar con el dolor por una muerte imaginaria. Cuando sufrí un trastorno psicótico inducido por fármacos tras el nacimiento de mi primer hijo, resultado de una mala reacción a la anestesia, lloré por el bebé que creía que había muerto en el parto. Durante siete meses, antes que finalmente me diagnosticaran y me trataran, lloré por un bebé imaginario que había nacido muerto.
El hecho de que mi bebé no hubiera muerto de verdad no disminuyó mi experiencia de dolor. El hecho de que un acontecimiento solo sea real para la persona que sufre psicosis no lo hace menos devastador.
Sé lo que es el dolor solitario de lo imaginario. El dolor es real porque el amor era real. Para mi hija, la creencia era mágica, la relación imaginaria. Pero el amor era real.
En El conejo de terciopelo, el peluche protagonista de la imaginación y la creencia mágica cobró vida —se hizo real— porque fue amado con intensidad. ¿No es eso lo que todos queremos? ¿Ver que nuestro amor puede transformar algo imaginario en algo real? ¿Que nuestro amor puede transformar lo efímero en permanente? ¿Que el amor puede transformar lo mortal en eterno?
Por supuesto, los peluches no funcionan así. Pero un peluche no es lo mismo que el amor que uno siente por ese peluche, ni por nadie.
“El amor, eso que nos cuesta tanto describir, es la única experiencia verdaderamente real y duradera de la vida”, escribió Elisabeth Kubler-Ross, la gran experta en duelo del siglo XX. “Es el único regalo de la vida que no se pierde. En última instancia, es lo único que realmente podemos dar”.
Ningún amor se desperdicia jamás. Incluso si los peluches nunca estuvieron vivos. Incluso si el bebé que nació muerto nunca existió. Aunque el amor no sea correspondido. Aunque el amor provoque mal de amores. Aunque la relación no dure. Aunque acabe en dolor, traición o muerte. Aunque los objetos del amor fueran imaginarios.
La experiencia del amor te ha cambiado, te ha creado.
El amor y la pérdida de Mary por sus amigos de peluche la convirtieron en la adolescente que es, del mismo modo que mi amor y mi dolor por un bebé imaginario perdido crearon la madre que soy. El niño que amaba al Conejo de terciopelo también lo perdió. Pero tanto el niño como su amor sobrevivieron a la escarlatina. El niño pudo crecer.
No me equivoqué sobre lo que pasaría después. Mary tardó unos meses en descubrir lo que quería hacer: slime. Cubos y cubos de esa sustancia pegajosa. Su mesita, que antes era una casa de peluches, se convirtió en una mesa de laboratorio para mezclar con precisión pegamento, bórax y purpurina.
Audicionó para la obra de teatro de la escuela y se metió en el papel como solo una niña que había jugado a fingir hasta el quinto grado podía hacerlo. No se dedicó a tejer, pero tomó clases de costura en la biblioteca. Se unió al coro femenino de nuestra iglesia y empezó a estudiar con seriedad solfeo y canto.
Hay veces que me siento en los bancos y miro a veinte chicas vestidas de púrpura que cantan el “Réquiem” de Faure y las cantatas de Bach y me pregunto cómo es posible que mi hija pueda emitir un sonido tan fuerte, puro y penetrante que parece como si las paredes de piedra de la catedral y mi propio cuerpo fueran a desmoronarse al atravesarnos.
Hace cosas. Cosas maravillosas.
Sus peluches nunca volvieron a la vida, pero algo queda de la vida que una vez vivieron. El dolor significa que recuerdas. Quizá de este modo, el duelo nos da valor para seguir viviendo después de la pérdida, para pasar a la siguiente parte de la vida, para crear algo nuevo. No tenemos por qué perder el recuerdo de una cosa, un tiempo, una persona que hemos perdido. El duelo nos permite recordar.
El amor y la pérdida nos crean, y el duelo nos permite aceptar esa nueva creación. Si ningún amor se desperdicia jamás, ningún dolor tampoco se desperdicia.
Al final, Mary no regaló sus peluches. Se quedó con los especiales, es decir, con todos. Ellos, junto con los Legos de mi hijo, las figuras de La guerra de las galaxias de mi marido y Emmeline, mi muñeca Cabbage Patch, están ahora en el desván.
La noche que los guardamos, Mary volvió a coger uno para dormir con él. A lo largo de los años, algunos más han resurgido para sentarse en su cama, donde los abraza por la noche. Puede que ya no cobren vida, pero el recuerdo de la vida que una vez vivieron y el amor que una vez ella vertió en ellos sigue existiendo. El amor que ella, o cualquiera, vierte en el mundo siempre existirá.
Kerry Egan, escritora residente en Columbia, Carolina del Sur, es autora de On Living.