¿Tom Cruise dio una actuación convincente —una que implicó desaparecer en un personaje en lugar de deleitarse en su propia gloria eternamente joven y vigorosa— en Top Gun: Maverick? Me eludió. Tal vez me cegó el resplandor de su dentadura.
Escribo esto como alguien que disfrutó de la película, que aprecia a un piloto de combate altivo tanto como cualquiera y que cree plenamente en el talento de Cruise, una de las razones por las que he visto Jerry Maguire media decena de veces. En esa película, muestra rango. En Maverick, solo se luce.
Y, sin embargo, al parecer existe una posibilidad, aunque lejana, de que consiga una nominación a mejor actor el martes, cuando se anuncian las nominaciones a los Premios de la Academia. Anticipar si eso sucede es uno de los aspectos más intrigantes del suspenso de los Oscar. Otro es si una campaña entusiasta y poco convencional para que Andrea Riseborough obtenga una nominación como mejor actriz por la película independiente To Leslie, de la que probablemente nunca hayas oído, dará resultados.
En conjunto, esas historias ejemplifican el poco sentido que tienen los Oscar y por qué es una locura que yo y muchas otras personas nos emocionemos tanto por estos premios.
Maverick recaudó más de 700 millones de dólares en los cines de Estados Unidos y llegó a un total mundial de casi 1500 millones de dólares. Sus defensores citan o aluden esa bonanza de taquilla como un alegato a favor del elogio. ¿Es que el éxito comercial no es una medida legítima de una obra meritoria? ¿No es evidencia de que un proyecto ha resonado, y por razones que seguramente incluyen el trabajo artístico?
Si lees entre líneas de los argumentos de los promotores de Cruise, es posible detectar la insinuación de que el actor a veces es subestimado artísticamente por su enorme rentabilidad, además de la idea de que representa a una especie en peligro de extinción —la estrella de cine verdadera, hecha a la antigua— a la que se debe proteger, como si fuera un orangután de Tapanuli.
To Leslie recaudó menos de 30.000 dólares en todo el mundo. Ahora está en una plataforma de streaming. No se trata de la historia del galán arrogante que vuelve confiado a pilotear su avión. Se trata de una ebria triste que trastabilla hacia la dignidad.
La actuación de Riseborough en ese papel —por la que no fue nominada a los Globos de Oro ni fue considerada para los premios del Screen Actors Guild— recientemente se ha convertido en una causa célebre entre sus colegas actores. Como escribió Chris Gardner en The Hollywood Reporter la semana pasada, “Jennifer Aniston, Charlize Theron, Sarah Paulson y Edward Norton han presentado proyecciones de la película, y otras proyecciones fueron albergadas por Gwyneth Paltrow y Courteney Cox”. Paltrow escribió en Instagram que Riseborough “debería ganar todos los premios que existen y todos los que aún no se han inventado”.
Decenas de celebridades más han expresado una admiración similar, en una especie de reacción en cadena impulsada por la convicción de que los votantes de los Oscar no deben ignorar el arte solo porque no viene desde las luces brillantes de una marquesina de cine.
Pero, a menudo, los votantes de los Oscar pasan por alto el arte. Cuando las listas de películas e interpretaciones preferidas de los críticos de cine difieren casi completamente de las nominaciones al Oscar, no es simplemente porque los críticos están haciendo alarde de su refinamiento (aunque hay algo de eso). Es porque han visto y ponderado todas las opciones, mientras que muchos votantes de los Oscar han evaluado solo las que les llamaron la atención.
Esos votantes nunca pueden decidir cuánta atención prestar a la popularidad o accesibilidad de una película. Así es como terminas con competencias para mejor película absurdas como la de 2010, entre The Hurt Locker y Avatar. (Ganó The Hurt Locker).
Avatar: el camino del agua y Top Gun: Maverick —llamémoslas las películas de los dos puntos en el título— son contendientes fuertes para estar en la lista de nominadas a mejor película la próxima semana, pero también lo son Los espíritus de la isla y Tár, que no tienen dos puntos, tienen atractivo comercial limitado y relatos y tonos deliberadamente desafiantes. Poner las cuatro películas en la misma categoría es como organizar una competencia deportiva que enfrente a jugadores de fútbol americano contra un equipo de waterpolo. Operan con elementos diferentes.
Pero entonces los Oscar son una amalgama paradójica de mercantilismo y vanidad, protección al statu quo y de postureos de virtud, fastuosidad y singularidad. Toman en cuenta tantos aspectos distintos que terminan sin significar casi nada.
Apuesto a que ni Cruise ni Riseborough reciben el reconocimiento que esperan. Están en las antípodas del espectro entre el nicho y el éxito de taquilla. Los Oscar están más cómodos en el medio sensiblero.
Frank Bruni es profesor de periodismo y políticas públicas en la Universidad de Duke, autor del libro The Beauty of Dusk y colaborador de la sección de Opinión. Escribe un boletín semanal. Instagram • @FrankBruni • Facebook