Entre las cosas que 2022 me devolvió, tras dos años de pandemia, fue la experiencia de ir a un concierto. La alegría de escuchar música a todo volumen en vivo, rodeados de extraños que bailan y cantan a todo pulmón ha vuelto a ser parte de la vida normal.
Uno de los espectáculos más esperados en América ha sido el de Bad Bunny: desde Puerto Rico hasta Paraguay, la popular estrella del reguetón ha vendido este año más de un millón y medio de boletos.
En Ciudad de México, no obstante, la experiencia ha sido amarga para los fanáticos que pagaron cientos de dólares para ver a su ídolo en directo. Más de 1600 personas han puesto quejas ante las autoridades de protección al consumidor luego de que no les permitieran el acceso al Estadio Azteca. La empresa Ticketmaster alega que hubo una gran cantidad de entradas falsas o clonadas, lo que al parecer ocasionó una falla en los escáneres de ingreso.
Fue “un escándalo muy feo, pues había muchas personas obviamente llorando y estuvo muy estresante”, contó una estudiante de 22 años que dijo haber pagado 700 dólares por su entrada.
Al cierre de este boletín, Bad Bunny no se había pronunciado al respecto públicamente, pero la situación se suma a un creciente descontento en Norteamérica con la empresa de boletería que controla una parte importante de la industria de los conciertos.
Clyde Lawrence, vocalista de un grupo de música de soul-pop, escribió hace poco un ensayo de opinión en el que habla de las frustraciones de su banda con la empresa.
Lawrence advierte que las bandas dependen de las giras y los conciertos —especialmente en la era de las plataformas de streaming— pero el control de las grandes boleteras “sobre el ecosistema de la música en vivo” ha generado que para muchas bandas sea difícil y demasiado costoso presentarse ante sus fans. El cantante considera que los artistas, los fans y otros actores de la industria pueden ayudar a presionar para “crear una industria musical más justa y accesible para todos”.
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