LONDRES — Para Hans-Peter Wipplinger, el director del Museo Leopold, las últimas semanas han sido complejas. Conforme los activistas ambientales en toda Europa han intensificado sus ataques contra el arte, Wipplinger tomó medidas para proteger su renombrada colección, que incluye famosos cuadros de Gustav Klimt y Egon Schiele. Se prohibieron las bolsas y los abrigos. El museo contrató guardias adicionales para patrullar sus cinco pisos.
No funcionó. A mediados de este mes, miembros de un grupo llamado Last Generation entró al museo y echó un líquido negro a una de las obras principales de Klimt, “Muerte y Vida”. Un manifestante había metido a escondidas el líquido en un termo amarrado a su pecho, afirmó Wipplinger.
El Klimt, protegido por un cristal, no se dañó. Pero Wipplinger dijo que su equipo de seguridad solo hubiera podido detener el ataque sometiendo a sus visitantes a registros corporales invasivos, “como en el aeropuerto”. No quería ni considerar esa posibilidad, subrayó.
“Si empezamos con esos procedimientos, toda la idea de lo que es un museo se muere”, afirmó Wipplinger. “Un museo es un lugar que siempre debería estar abierto al público”, dijo y añadió: “No podemos dejar de ser eso”.
Dado que al parecer los ataques no cederán, los directores de museos de toda Europa se están adaptando a un nuevo equilibrio sin mucha tranquilidad, temiendo por las obras que tienen a su cargo, pero sin querer sacrificar la acogida de los visitantes. De momento, ninguna obra ha sufrido daño permanente. Pero muchos temen que un accidente o una escalada en las tácticas de los activistas podría ocasionar que una pieza sea destruida.
Dichos actos, que comenzaron en junio en el Reino Unido, ya están aumentando en frecuencia y osadía. Al inicio, los activistas se pegaban con adhesivo a los marcos de pinturas famosas, pero desde que videos de esas personas echando sopa de tomate en “Los girasoles” de Vincent Van Gogh se diseminaron por todas las redes sociales el mes pasado, otras obras maestras han sido bañadas con sopa de chícharos, puré de papas y harina.
Todas esas obras estaban protegidas por un cristal y los proyectiles de los manifestantes nunca tocaron las pinceladas de los artistas. Pero, un viernes reciente, unos activistas en París vertieron pintura naranja directamente en una escultura plateada de Charles Ray afuera del espacio de arte contemporáneo de la Bourse de Commerce. (Un portavoz de la Bourse de Commerce dijo que la escultura fue limpiada en pocas horas).
En una declaración firmada este mes por los dirigentes de más de 90 de las mayores instituciones artísticas del mundo —entre ellos Daniel Weiss, director general del Museo Metropolitano de Arte, y Glenn Lowry, del Museo de Arte Moderno, ambos ubicados en Nueva York—, los administradores de los museos dijeron estar “profundamente turbados” por el “riesgo de daño” al que someten los manifestantes las obras de arte. Los activistas “subestiman gravemente la fragilidad de estos objetos irremplazables”, agregó el comunicado.
Sin embargo, son pocos los museos que parecen haber tomado medidas contundentes para proteger sus colecciones. El Museo Nacional de Noruega y el Museo Barberini de Potsdam, Alemania, al igual que el Museo Leopold, han prohibido a los visitantes introducir bolsas o chamarras en las salas de exposición. Otros no han hecho cambio alguno. En Londres, los visitantes pueden seguir entrando a los museos con bolsas, como en la Galería Nacional, la Tate Britain, la Tate Modern y el Museo Británico. En los cuatro se inspeccionan las bolsas a la entrada, pero los controles suelen ser superficiales. En la galería Tate Britain, un viernes hace dos semanas, los guardias de seguridad dejaron pasar a varios visitantes sin mirar dentro de sus mochilas.
Wipplinger contó que de todos modos revisar las bolsas solo servía hasta cierto punto, porque cosas como tubos de pegamento eran fáciles de ocultar. “Si una persona quiere atacar una obra, encontrará la manera de hacerlo”, indicó.
Ante la reticencia de los museos para actuar, los políticos empiezan a intervenir. El domingo, Gennaro Sangiuliano, ministro de Cultura de Italia, declaró en un comunicado de prensa que su departamento estaba estudiando las medidas que podría tomar, incluida la necesidad de cubrir con cristal todos los cuadros de los museos italianos. Un programa de este tipo sería costoso y el precio de las entradas a los museos aumentaría como consecuencia, advirtió Sangiuliano.
Wipplinger refirió que sus equipos llevaban décadas protegiendo con vidrio las obras de su colección, pero que no podían hacerlo rápidamente con todas las piezas desprotegidas. El vidrio no reflectante era costoso, dijo: el trabajo en un cuadro de tamaño moderado, un metro cuadrado, por ejemplo, puede costar unos 1000 dólares.
Robert Read, director de arte de la compañía de seguros Hiscox, dijo que aconsejaba a los museos que eran clientes suyos que pusieran más de sus obras tras un cristal, pero que las pólizas de Hiscox no lo exigían. Una instalación de arte contemporáneo, por ejemplo, simplemente no puede ser acristalada, señaló.
En ocasiones el que haya una barrera entre un cuadro y su público es contrario al espíritu de la obra. Mabel Tapia, subdirectora artística del Museo Reina Sofía de Madrid, dijo que nunca permitiría que la obra más destacada de su colección, “Guernica”, obra maestra contra la guerra de Pablo Picasso, de 1937, se expusiera tras un cristal. El cuadro es “un símbolo de la libertad y de la lucha contra el fascismo”, añadió.
Tapia dijo que recientemente había redistribuido a los guardias de seguridad para que pudieran concentrarse en las obras de alto nivel —algo que suele hacer cuando hay protestas—, pero sentía que no podía hacer mucho más. “La única medida que realmente serviría es que cerráramos el museo”, dijo Tapia, “y no vamos a hacer eso”. Los museos están pensados como lugares donde la gente se reúna para reflexionar sobre temas importantes, añadió. “Tienen que seguir abiertos”.
No había “ninguna solución instantánea” para hacer frente a las protestas, apuntó Read. A los administradores de los museos solo les quedaba esperar que los manifestantes siguieran siendo “liberales y patricios de clase media” que toman medidas para evitar daños permanentes, añadió.
Florian Wagner, de 30 años, el miembro de Last Generation que arrojó la mezcla negra al cuadro de Klimt en el Museo Leopold, dijo por teléfono que antes de la protesta sabía que la obra estaba protegida por un cristal. Practicó la maniobra cinco veces en casa, relató, y estaba convencido de que no desfiguraría el cuadro. “No intentamos destruir bellas obras de arte”, afirmó Wagner, sino “impactar a la gente” para que tome medidas contra el cambio climático.
Wagner dijo que no realizará más protestas y agregó: “Creo que ya he dejado claro mi punto de vista”. Pero opinó que estaba seguro de que otros en Austria y en toda Europa continuarían con estos actos. Solo se detendrán, añadió, cuando los gobiernos “actúen ante esta crisis”.
Elisabetta Povoledo colaboró con este reportaje desde Roma.
Alex Marshall es un reportero de cultura europea que vive en Londres. @alexmarshall81