Si no quedó lo suficientemente claro durante la pandemia de COVID-19, durante el brote de la viruela símica se ha hecho evidente: Estados Unidos, uno de los países más ricos y avanzados del mundo, sigue sin estar preparado para combatir nuevos patógenos.
El coronavirus fue un adversario astuto e inesperado. La viruela símica fue un enemigo conocido, y las pruebas, vacunas y tratamientos ya estaban a la mano. Pero la respuesta ante ambas amenazas fue inestable y deficiente en cada paso.
“Es como si estuviéramos viendo la película de nuevo, excepto que algunas de las excusas que usamos para justificar lo que sucedió en 2020 no aplican en este caso”, afirmó Sam Scarpino, quien dirige el departamento de supervisión de patógenos en el Instituto de Prevención Pandémica de la Fundación Rockefeller.
Ninguna agencia o gobierno tiene toda la culpa, afirmaron más de una decena de expertos en entrevistas, aunque los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) han reconocido que fallaron en la respuesta al coronavirus.
El precio del fracaso es elevado. La COVID-19 le ha costado la vida a más de un millón de estadounidenses hasta el momento, y ha ocasionado una miseria incalculable. La cantidad de casos, hospitalizaciones y muertes están disminuyendo, pero la covid fue la tercera causa principal de muerte en Estados Unidos en 2021 y todo indica que seguirá segando vidas estadounidenses durante años.
En la actualidad, la viruela símica se está propagando más lentamente y nunca ha planteado un desafío de la magnitud de la COVID-19. Sin embargo, Estados Unidos ha reportado más casos de la viruela del mono que cualquier otro país —25.000, alrededor del 40 por ciento del total mundial— y hay una probabilidad alta de que el virus persista como una amenaza constante de bajo grado.
Ambos brotes han revelado profundas fisuras en la estrategia de la nación para contener epidemias. A eso hay que agregarle el desplome de la confianza pública, la desinformación rampante y los profundos cismas entre los funcionarios de salud y quienes atienden a los pacientes, así como entre el gobierno federal y los estados. Parece casi inevitable que la respuesta ante futuros brotes sea desordenada.
“Realmente estamos mal mal preparados”, afirmó Larry O. Gostin, director del Instituto O’Neill para las Leyes de Salud Nacional y Global en la Universidad de Georgetown.
No cabe duda de que nuevas amenazas infecciosas están en camino, principalmente debido a los incrementos paralelos de los viajes a nivel mundial y la reticencia a las vacunas; además cada vez existe mayor proximidad entre personas y animales. Por ejemplo, de 2012 a 2022, África experimentó un aumento del 63 por ciento en los brotes de patógenos que pasan de los animales a las personas, en comparación con el periodo entre 2001 y 2011.
“En la mente de la gente quizás esté la idea de que todo esto de la COVID-19 fue un fenómeno de la naturaleza, una crisis única en el siglo, y que después de eso estaremos a salvo por los próximos 99 años”, afirmó Jennifer Nuzzo, directora del Centro Pandémico de la Facultad de Salud Pública de la Universidad Brown.
“Esta es la nueva normalidad”, agregó. “Es como si hubiéramos construido unos diques para esa crisis única en 100 años, pero luego seguirán habiendo inundaciones cada tres años”.
Una falta de financiamiento crónica
Idealmente, esta es la manera en que podría desplegarse la respuesta nacional a un brote: los reportes de una clínica en cualquier parte del país indicarían la llegada de un nuevo patógeno. En su defecto, la continua supervisión de las aguas residuales podría activar las alarmas sobre amenazas conocidas, como sucedió hace poco con la poliomielitis en el estado de Nueva York.
La información fluiría de los departamentos de salud locales a las autoridades estatales y federales. De forma expedita, los funcionarios federales autorizarían y brindarían orientación para el desarrollo de pruebas, vacunas y tratamientos, para luego desplegarlos de manera equitativa a todos los residentes.
En los dos brotes recientes, ninguno de estos pasos se realizó sin inconvenientes.
“Estoy muy familiarizado con la respuesta a brotes y la preparación para pandemias, y nada de lo que estamos haciendo se parece a esto”, aseguró Kristian Andersen, virólogo del Instituto de Investigación Scripps en San Diego, quien ha pasado años estudiando epidemias.
Andersen contó que había supuesto que las fallas expuestas por el coronavirus serían solventadas a medida que se hicieran evidentes. En cambio, asegura que “estamos peor preparados hoy que al principio de la pandemia”.
En Estados Unidos, la salud pública siempre ha operado con un presupuesto reducido. Los sistemas de datos utilizados por los CDC y otras agencias federales están ridículamente desactualizados. Muchos trabajadores de la salud pública sufrieron abusos y ataques durante la pandemia y han renunciado a sus empleos, o planean hacerlo.
Varios expertos afirman que no todos los problemas se resolverán con más dinero. Sin embargo, la financiación adicional podría ayudar a los departamentos de salud pública a contratar y capacitar al personal, actualizar sus obsoletos sistemas de datos e invertir en redes sólidas de monitoreo.
Pero en el Congreso, la preparación para una pandemia sigue siendo un concepto difícil de vender.
La solicitud de presupuesto del presidente Joe Biden para el año fiscal 2023 incluye 88.000 millones de dólares durante cinco años, pero el Congreso no ha mostrado ningún interés en aprobarlo.
Estados Unidos gasta entre 300 y 500 veces más en su defensa militar que en sus sistemas de salud y, sin embargo, “ninguna guerra ha matado a un millón de estadounidenses”, señaló Thomas R. Frieden, quien dirigió los CDC durante el gobierno del expresidente Barack Obama.
Se suponía que Estados Unidos era el mejor país en cuanto a gestión de epidemias. Una evaluación de la seguridad sanitaria mundial realizada en 2019, un año antes de la llegada del coronavirus, posicionó a la nación en el primer lugar: fue la mejor en la prevención y detección de brotes, la más experta en comunicar riesgos y solo fue superada por el Reino Unido en cuanto a la rapidez de su respuesta.
Pero todo eso suponía que los líderes actuarían con rapidez y determinación cuando se enfrentaran a un patógeno nuevo, y que la población seguiría las instrucciones. Los análisis no tomaban en cuenta la posibilidad de que un gobierno minimizara y politizara todos los aspectos de la respuesta a la COVID-19, desde las pruebas de diagnóstico y el uso de cubrebocas hasta la aplicación de vacunas.
Con demasiada frecuencia en una crisis, los funcionarios gubernamentales buscan soluciones fáciles con un impacto dramático e inmediato. Pero ese tipo de soluciones no existen para gestionar pandemias.
“Una pandemia es, por definición, un problema infernal. Es muy poco probable que puedas eliminar todas sus consecuencias negativas”, afirmó Bill Hanage, epidemiólogo de la Escuela de Salud Pública T. H. Chan de Harvard.
En cambio, agregó Hanage, los funcionarios deberían apostar por combinaciones de estrategias imperfectas, con énfasis en la velocidad en vez de centrarse en la precisión.
Por ejemplo, tanto en la pandemia de coronavirus como en el brote de viruela del mono, al principio los CDC trataron de mantener el control sobre las pruebas, en vez de compartir esa responsabilidad de la manera más amplia posible. Esa decisión hizo que las pruebas tuvieran limitaciones e impidió que los funcionarios de salud contaran con toda la información sobre la propagación de los virus.
La Administración de Alimentos y Medicamentos tardó en ayudar a los laboratorios académicos a desarrollar alternativas para las pruebas y alentó la más alta calidad de diagnóstico. Puede ser razonable que los funcionarios pregunten qué prueba es más rápida o cuál produce menos errores, dijo Hanage, pero “todas son mejores que no hacer nada”.
Gostin, de la Universidad de Georgetown, ha trabajado con los CDC.durante la mayor parte de su carrera, y fue uno de sus defensores más acérrimos al comienzo de la pandemia.
Pero se desilusionó cada vez más cuando Estados Unidos se vio obligado a depender de otros países para obtener información sobre preguntas vitales como ¿Qué tan efectivos son los refuerzos? ¿El virus está en el aire? ¿Funcionan las mascarillas?
“Prácticamente en todos los casos, obtuvimos nuestra información y actuamos gracias a las agencias de salud extranjeras, del Reino Unido, de Israel, de Sudáfrica”, dijo Gostin. Los CDC “siempre parecían ser los últimos y los más débiles”, dijo.
Muchos funcionarios de los CDC y otras agencias sanitarias parecían paralizados, y temerosos de tener que rendir cuentas si las cosas salían mal. “Se estaban cubriendo las espaldas tratando de seguir el procedimiento. Todo se reduce a la falta de determinación”.
Responsabilidades divididas
El obstáculo más difícil para una respuesta nacional coordinada surge de la división de responsabilidades y recursos entre los gobiernos federal, estatal y local, junto con las brechas en las comunicaciones entre los funcionarios de salud pública que coordinan la respuesta y los médicos y enfermeros que realmente tratan a los pacientes.
Las complejas leyes que rigen la atención médica en Estados Unidos están diseñadas para proteger la confidencialidad y los derechos de los pacientes. “Pero no están optimizadas para trabajar con el sistema de salud pública ni brindarle al sistema de salud pública los datos que necesita”, afirmó Jay Varma, director del Centro Cornell para la Prevención y Respuesta a Pandemias.
En general, los estados no están obligados a compartir con las autoridades federales los datos de salud, como la cantidad de casos de infección o detalles demográficos de las personas vacunadas.
De hecho, algunas leyes estatales prohíben que los funcionarios compartan la información. Los estados más pequeños como Alaska podrían no querer revelar detalles que permitan que los pacientes sean identificables. Los hospitales en jurisdicciones pequeñas son reacios a entregar datos de pacientes por razones similares.
Los sistemas de atención médica en naciones como el Reino Unido e Israel dependen de sistemas centralizados que facilitan mucho la recopilación y análisis de la información sobre casos, afirmó Anthony Fauci, el principal asesor médico del gobierno de Biden.
“Nuestro sistema no está interconectado de esa manera”, afirmó Fauci. “No es uniforme, es un mosaico”.
Un funcionario de los CDC dijo que esa agencia entendía la perspectiva de los estados, pero las reglas actuales sobre el intercambio de datos creaban “restricciones y obstáculos”.
“No creo que sea una cuestión de hacer de los estados chivos expiatorios”, dijo Kevin Griffis, vocero de la agencia. “Eso solo muestra que no tenemos acceso a la información que necesitamos para optimizar una respuesta”.
La legislación presentada en el Congreso podría ayudar a eliminar esas barreras, agregó. La medida requeriría que los proveedores de atención médica, las farmacias y los departamentos de salud estatales y locales compartan los datos de salud con los CDC.
Las epidemias son manejadas por agencias de salud pública, pero es el personal —médicos, enfermeros y otros— quienes diagnostican y atienden a los pacientes. Una respuesta eficiente a la epidemia se basa en el entendimiento mutuo y el intercambio de información entre ambos grupos.
Las agencias no se comunicaron de manera efectiva ni en la pandemia de COVID-19 ni en el brote de la viruela símica. Esa desconexión ha generado procedimientos absurdamente enrevesados.
Por ejemplo, los CDC aún no han incluido la viruela del mono en su sistema informático de notificación de enfermedades. Eso significa que los funcionarios estatales deben ingresar de forma manual los datos de los informes de casos, en lugar de simplemente cargar los archivos. A menudo, una solicitud para una prueba de diagnóstico debe ser enviada por fax al laboratorio estatal; los resultados por lo general son canalizados a través de un epidemiólogo estatal, luego al proveedor y luego al paciente.
Según algunos expertos, pocos funcionarios de salud pública comprenden cómo se brinda la atención médica en cada sitio. “La mayoría de las personas en los CDC no saben cómo luce el interior de un hospital”, afirmó James Lawler, codirector del Centro Global para la Seguridad de la Salud de la Universidad de Nebraska.
Frieden, quien en una oportunidad dirigió el departamento de salud de la ciudad de Nueva York, sugirió que integrar al personal de los CDC en los departamentos de salud locales podría ayudar a los funcionarios a comprender los obstáculos que implica responder a una epidemia.
Frieden también ha propuesto lo que denomina una métrica de rendición de cuentas “7-1-7”, modelada vagamente en una estrategia empleada para abordar la epidemia del VIH. Cada enfermedad nueva debe identificarse dentro de los sietes días posteriores a su aparición, notificarse a las autoridades de salud pública en menos de un día y responderse dentro de los siete días.
La estrategia podría darle al gobierno una idea más clara de los problemas que obstaculizan la respuesta, afirmó.
En Estados Unidos, “lo que tenemos son ciclos repetidos de pánico y abandono”, afirmó Frieden. “La única cosa primordial que tenemos que hacer es romper con ese ciclo”.
Apoorva Mandavilli es reportera del Times y se enfoca en ciencia y salud global. Fue parte del equipo que ganó el Premio Pulitzer al Servicio Público 2021 por la cobertura de la pandemia. @apoorva_nyc