El país y el Partido Republicano necesitan una sólida contienda por la candidatura, donde otros republicanos escudriñen el historial de Trump y le exijan responder por él, y donde se presenten y debatan ideas alternativas sobre el país y el partido.
Los argumentos contra Trump son muy claros. Usa la demagogia para avivar el racismo. Miente sobre los grandes asuntos y los pequeños. Como presidente, con frecuencia antepuso sus intereses personales al interés nacional. Prometió aupar a los estadounidenses comunes y en su lugar rebajó los impuestos a los ricos que aumentaron considerablemente la deuda federal. Fue amigo de dictadores y un aliado inconstante para las democracias liberales. Ha hecho que la posición militar del país en el mundo sea demostrablemente más débil al retirarse imprudentemente del acuerdo nuclear con Irán, lo que fue, como incluso admite un alto funcionario israelí, una grave herida autoinfligida. Y, en lo que fue tal vez su mayor prueba como presidente, trató la pandemia de COVID-19 como un problema de relaciones públicas, restando importancia al peligro y resistiéndose a aplicar unas medidas de seguridad básicas que habrían salvado vidas.
Si es elegido, un segundo mandato de Trump carecería de cualquier límite de seguridad que hubiera existido durante su primer periodo. En el transcurso de esos 4 años, Trump se fue envalentonando más en sus desafíos a las demás ramas del gobierno, en su desprecio por la ley y en los flagrantes abusos del poder presidencial. Esta vez, se estaría presentando con el apoyo de quienes no solo son conscientes de sus peores abusos, sino también el de quienes lo consideran la parte agraviada. Probablemente se rodeará todavía más de aduladores. Pensemos, por ejemplo, en a quién podría elegir Trump como fiscal general. Al final de su mandato, Trump forzó la expulsión de su propio fiscal general —que le era fiel, pero no estaba dispuesto a quebrantar abiertamente la ley— e intentó instalar a un funcionario del Departamento de Justicia de nivel medio cuyos méritos principales eran, al parecer, la voluntad de hacer exactamente eso en nombre de Trump. Un segundo mandato promete ser una ronda de venganzas por los agravios y de devolución de favores políticos.
El Partido Demócrata tiene la obligación de ir más allá de señalar esas posibilidades. Los demócratas deben asumir seriamente el reto de ofrecerles a los estadounidenses una alternativa atractiva. Lo que en última instancia justifica la democracia y la defensa del imperio de la ley es que se trata del sistema de gobierno que proporciona la mejor vida a la mayoría de las personas. Los demócratas afirman con razón que votar contra Trump y sus aliados es una cuestión de principios. También deben mostrar a los votantes que la democracia es algo que merece defenderse, y que esta mejorará sus vidas y las de sus hijos. En los países donde unos partidos de oposición débiles e ineficaces dejan a la gente sin esperanzas ni buenas alternativas, es más fácil que los autócratas llenen el vacío.
Trump dañó gravemente la democracia estadounidense, pero hay señales prometedoras de que esas heridas están empezando a sanar. Casi sin excepción, los candidatos que perdieron en las recientes elecciones de mitad de mandato lo han aceptado con elegancia, incluso algunos de los que habían atacado la integridad del sistema electoral durante sus campañas. La vuelta del siniestro circo de Trump amenaza ese progreso. Una vez más, volverá a tentar a los estadounidenses con desinformación y flagrantes mentiras, amenazas veladas y francas llamadas a la violencia, los insultos y las provocaciones. Al rechazar su apuesta por su resurgimiento político, los estadounidenses pueden consignar a Trump al pasado, y dedicarse de nuevo al difícil pero necesario trabajo del autogobierno.