Los mangos recuerdan a los inmigrantes los lugares que dejaron y les ayudan a sentir que la ciudad, con su mezcolanza de culturas e idiomas, es su hogar.
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Estamos explorando cómo se define Estados Unidos, un lugar a la vez. En el sur de Florida, los amantes del mango recurren a la fruta para construir un sentido de comunidad durante el verano agotador.
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Cuando llega el verano en el sur de Florida, el aire se vuelve espeso por la humedad. Se escucha el murmullo de los truenos vespertinos. Los trópicos comienzan a animarse.
Y, entonces, algo mágico sucede: los árboles de mango dan fruto. En un buen año, producen tanto que la gente reparte mangos a desconocidos en sus jardines. Los vecinos los envían por paquetería a sus seres queridos. Los amigos comparten sus tartas caseras de mango.
Este año ha sido muy bueno.
Durante el mes de junio, Zak Stern, fundador de Zak the Baker, su panadería en el barrio de Wynwood, en Miami, invitó a los clientes a traer seis mangos locales a cambio de una hogaza de pan. Empezó a recibir unos 200 al día.
“Creo que tenemos suficiente mermelada de mango para los próximos cinco años”, dijo.
El verano de Miami ahuyenta a los turistas y a quienes solo quieren disfrutar del glorioso invierno. Las carreteras se vacían. Los días son más lentos.
La recompensa para los lugareños resistentes que se quedan todo el año, sudando y sufriendo durante la temporada de huracanes, llega en forma del seductor mango, que se sonroja en los árboles de los jardines, las calles y los centros comerciales.
“Esto”, comentó Stern, que creció en el suburbio Kendall, “es un regalo para la gente que se queda”.
Lo que él y otros evangelizadores del mango del sur de Florida aprecian más de la temporada alta de junio-agosto es cómo compartir una fruta tan querida une a la gente en una ciudad relativamente joven y multinacional con pocas tradiciones en común. Los mangos recuerdan a los inmigrantes los lugares que dejaron, y les ayudan a sentir que Miami, con su mezcolanza de culturas e idiomas, es su hogar.
“Las personas originarias de países tropicales —digamos, el sudeste asiático, el Caribe o América Latina— crecen con mangos”, explicó Jonathan H. Crane, especialista en cultivos de frutas tropicales del Centro Tropical de Educación e Investigación de la Universidad de Florida en Homestead, al sur de Miami. “Así que hay una conexión con los mangos desde su infancia”.
Yo me crié viendo mangos en Venezuela, pero no aprecié plenamente su suculencia hasta que me mudé a Miami hace dos décadas. Como no tengo jardín propio, suelo buscar en los suburbios la fruta que los residentes ponen a la venta, y guardo algunos para el ceviche de mango que hace mi madre. Un amigo organiza una fiesta anual de daiquirí de mango que se ha convertido en una de mis formas favoritas de celebrar el comienzo del verano. Inevitablemente, llueve.
Casi todo el mundo tiene anécdotas con mangos. A Stern le gusta comérselos sobre el fregadero, con el zumo chorreándole por la barbilla. Xavier Murphy, de Jamaica, ha hecho todo lo posible por proteger su árbol de mango originario de las Indias Orientales de los hambrientos animales salvajes, hasta el punto de que un año utilizó como espantapájaros un recorte de tamaño natural de uno de los Jonas Brothers que tenían sus hijos (le funcionó, al menos un tiempo). Natalia Martínez-Kalinina, nacida en Cuba y criada en México, prepara pays de mango en honor a su abuela, que regalaba cubetas llenas de mangos todos los veranos en Cuba.
La costumbre, afirmó Martínez-Kalinina se ha convertido en un intercambio comunitario encantador. “La gente me manda mensajes y me dice: ‘Tengo mangos, ¿necesitas más para el pay de mango?’”.
Los mangos son originarios del sudeste asiático y los colonizadores los introdujeron en todo el mundo, incluido, a mediados del siglo XIX, el sur de Florida, donde los ricos terratenientes los cultivaban para ganar dinero. Pero los trabajadores de las Bahamas y Cuba también trajeron semillas en sus bolsillos porque la fruta les recordaba a su hogar, señaló Timothy P. Watson, profesor de inglés de la Universidad de Miami que está trabajando en un libro sobre la historia del mango en Florida.
“Literalmente se entremezclan aquí, en Miami”, dijo refiriéndose a las variedades de todo el mundo. “La combinación produce la cultura del mango, que en la actualidad es una de las pocas cosas que une a la gente en esta área metropolitana increíblemente fracturada. Es una historia complicada, y una historia amarga, en muchos sentidos”.
Los mangos de Florida dominaban el mercado comercial de Estados Unidos hasta que el huracán Andrew destruyó casi la mitad de las arboledas del estado en 1992. Posteriormente, los acuerdos comerciales internacionales abarataron la importación desde Latinoamérica y el Caribe de los mangos que antes crecían en Florida. Crane calcula que quizás quedan unas 600 hectáreas de la industria del mango en Florida.
El año pasado el frío afectó la cosecha, pero un invierno y una primavera más típicos permitieron una cosecha abundante este año, sin temperaturas abrasadoras que amenazaran la fruta o las flores que la preceden.
Aunque la mayor parte de las operaciones comerciales han menguado, los mangos siguen prosperando en los patios traseros y en el pequeño mercado especializado, según Crane, ya que los mangófilos quieren variedades que no se encuentran en las tiendas de comestibles.
“Me gusta todo menos aburrirme”, comentó Walter Zill, de 81 años, que vende mangos de las casi 40 variedades que cultiva con su mujer, Verna, en la ciudad de Boynton Beach, en el condado de Palm Beach. “Una persona puede comer muchos mangos sin cansarse nunca de ellos”.
Su hermano, Gary Zill, cultiva unas 90 variedades para vender en la cercana Lake Worth, incluidas casi dos docenas de cultivos propios con nombres como Coconut Cream y Pineapple Pleasure. En la década de 1960, el vivero de su padre solo vendía 16 variedades.
En Coral Gables, un lujoso suburbio de Miami, el Jardín Botánico Tropical Fairchild tiene 550 variedades de mango, una de las colecciones más diversas del mundo. Bruce Greer, presidente del patronato, ayudó a crear un festival anual del mango. El fin de semana pasado, en su 30 aniversario, se esperaba que el festival atrajera a unos 8000 visitantes.
Hace unos meses, la hermana de Greer vino a la ciudad y quiso llevar a su hija a ver la casa donde ella y Bruce Greer vivieron cuando eran niños. Los dos árboles de mango que su padre había plantado a principios de la década de 1960 —un Haden y un Kent— seguían allí, prosperando.
“Literalmente recuerdo a mi papá plantándolos cuando yo tenía 6 años”, dijo Bruce Greer, quien tiene 22 árboles propios. “Pasaron por no sé cuántos dueños. Pasaron por toda mi vida”.
Eso inspiró a Greer a imaginar un nuevo “Proyecto del millón de mangos” para que Fairchild promueva la plantación de árboles en todo Miami, con el objetivo de acercar a las personas a la preciada fruta y dar sombra a los vecindarios con cobertura forestal limitada.
“Vamos a reintroducir estos mangos en el entorno”, dijo.
Hace dos años, poco después de mudarse a una casa histórica en Coral Gables, Catalina Saldarriaga se vio inundada con las frutas de dos grandes árboles de mango en su propiedad, los cuales cree que deben tener al menos 60 años. Este año otra vez está recolectando entre 70 y 80 mangos por día.
“Tal vez es la fruta que más me gusta”, dijo Saldarriaga, de 64 años, quien creció en Colombia con mangos mucho más pequeños. “Pero uno se puede comer un solo mango al día, tal vez dos”.
Saldarriaga le da el resto a amigos, familiares, su señora de la limpieza y los contratistas que arreglan su pérgola. Los mangos que caen al suelo y que no son consumidos por las iguanas, pájaros o ardillas, los deja en una zona de césped junto a la entrada de su casa para que los transeúntes los tomen gratis.
Un hombre se detuvo en su bicicleta para agradecerle. Otra persona dejó flores.
“Qué placer”, dijo, “que alguien más también pueda disfrutarlos”.
Kitty Bennett colaboró con la investigación.
Patricia Mazzei es la jefa de la corresponsalía en Miami, que cubre Florida y Puerto Rico. Escribe sobre noticias de última hora, política, catástrofes y las peculiaridades de la vida en el sur de Florida. Se unió al Times en 2017, tras una década en The Miami Herald. Más sobre Patricia Mazzei