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Adiós al hombre que nos dio a Trump

Las similitudes entre ambos son evidentes. Los dos tenían un ego desorbitado, no ocultaban su admiración por los autócratas, estaban obsesionados con la televisión y sentían predilección por los muebles kitsch y los chistes lascivos. Quizá lo más importante es que ambos poseían una habilidad instintiva para sacar provecho de las pasiones de la gente. Uno procedía del sector inmobiliario, el otro de los medios de comunicación: se encontraban a medio camino, en la frontera del entretenimiento. También compartían una predilección por la política de la paranoia. Mucho antes de que Trump gritara “cacería de brujas” y tachara de “psicópata” al fiscal del distrito de Manhattan, Berlusconi denunciaba el complot comunista de los jueces de “toga roja” que se habían propuesto destruirlo.

Los trucos y rarezas de Berlusconi para eludir a sus críticos competían con los de Trump, y quizá incluso los superaban. El dinero que se dice que Trump pagó a Stormy Daniels parece casi mundano comparado con la vez que Berlusconi llamó a la policía alegando que Karima el-Mahroug, una joven de 17 años invitada a una de sus infames fiestas “bunga bunga” que había sido detenida, era sobrina del expresidente egipcio Hosni Mubarak. Berlusconi siempre tenía una respuesta para cualquier acusación.

La ostentosa fortuna de Berlusconi —estimada en 6800 millones de dólares e integrada por decenas de empresas de medios de comunicación, finanzas, deportes e inmobiliarias— era la base de su proyecto político. Predicó su propia versión del evangelio de la prosperidad, la cual despertó la esperanza en los italianos desalentados por una clase política corrupta y el estancamiento económico. Dos décadas antes de que Trump atrajera el interés de los estadounidenses que la globalización dejó atrás, Berlusconi capturó la imaginación de los “hombres olvidados” de Italia, con la promesa de nuevos empleos y recortes de impuestos.

Berlusconi, una figura contradictoria, predicaba la “anarquía ética” mientras daba cabida a la extrema derecha, despertaba pasiones con las hazañas de su equipo de fútbol y se rodeaba de una corte siempre cambiante de asesores, amigos, lacayos y acólitos que esperaban aprovecharse de su proverbial generosidad. De día, se ganaba los votos de la clase trabajadora. De noche, convidaba a sus invitados a admirar un volcán artificial del cual brotaban lapilli de verdad en el inmenso jardín de la villa de 126 habitaciones en la costa sarda, que tanto gustaba a los oligarcas.

Como Berlusconi nunca separó lo personal de lo político, su caída se produjo en ambos frentes al mismo tiempo. Sus adversarios políticos lo acosaban sin cesar por intentar manipular las leyes en su propio beneficio y su estilo de vida era cada vez más escandaloso. Su nombre siempre estuvo asociado a las fiestas sexuales que insistía en definir como “cenas elegantes”. Cuando, en 2009, Berlusconi eligió a las candidatas al Parlamento Europeo entre las invitadas a estas reuniones, su segunda esposa, Veronica Lario, se pronunció públicamente en contra de este comportamiento “vulgar y desvergonzado” y le pidió el divorcio.

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